martes, 24 de abril de 2018
Thomas Merton y la Contemplación
El 10 de diciembre de este año se cumplirán 50 años de la muerte de Thomas Merton (1915-1968). Monje cisterciense, teólogo, poeta y contemplativo. Un hombre alcanzado por el fogoso amor de Dios.
Escribió mucho y nos dejó mucho más porque indicó caminos de búsqueda. Nos lleva con sus palabras hasta La Puerta de Dios: su Hijo, nuestro hermano.
Aquí transcribo un fragmento de su libro "El Hombre Nuevo" sobre la contemplación.
La contemplación es señal de una vida
cristiana plenamente madura. Hace que el creyente deje de ser esclavo o
sirviente del Maestro divino, no más el custodio temeroso de una ley difícil,
ni siquiera un hijo obediente y sumiso todavía muy joven para intervenir en las
decisiones de su Padre. La contemplación es esa sabiduría que convierte al
hombre en amigo de Dios, algo que Aristóteles consideraba imposible. Decía:
"¿Pues cómo puede ser el hombre amigo de Dios?" La amistad implica
igualdad. Precisamente ése es el mensaje del Evangelio:
"No os llamo ya siervos, porque
el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque
todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No me habéis elegido
vosotros a mí sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que
vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; de modo que todo lo que
pidáis al Padre en mí nombre os lo conceda... Yo soy la vid; vosotros los
sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados
de mí no podéis hacer nada... Sí permanecéis en mí, y mis palabras permanecen
en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis" (Juan 15, 15-16, 5,
7).
Si somos hijos de Dios, entonces somos
"herederos también", coherederos con nuestro hermano, Cristo. Es
heredero quien tiene derecho a las posesiones de su Padre. Quien tenga la
plenitud de la vida cristiana ya no es un perro que come migajas bajo la mesa
del Padre, sino un hijo que se sienta junto al Padre y comparte su banquete.
Precisamente, ésta es la porción del cristiano maduro, pues con la Ascensión de
Cristo, como dice san Pablo, "Dios nos hizo sentar en los cielos en Cristo
Jesús" (Efesios 2, 6).
En nuestras almas, la contemplación es
un pregusto de la victoria definitiva de la vida sobre la muerte. En efecto,
sin la contemplación, creemos en la posibilidad de esta victoria, y la
esperamos.
Pero cuando nuestro amor a Dios
estalla en la llama oscura pero luminosa de la vida interior, se nos permite,
aunque sea por un instante, experimentar algo de la victoria. Pues en tales
momentos, "vida", "realidad" y "Dios" dejan de
ser conceptos que pensamos y se convierten en realidades de las que
participamos conscientemente. En la
contemplación, conocemos la realidad de Dios de un modo completamente nuevo.
Cuando captamos a Dios mediante conceptos, lo vemos como un objeto separado de
nosotros, como un ser del que estamos alienados, aunque creamos que él nos ama
y que nosotros lo amamos. En la contemplación, esta división desaparece, pues
la contemplación trasciende los conceptos y asume a Dios no como un objeto
aparte sino como Realidad dentro de nuestra realidad, el Ser dentro de nuestro
ser, la Vida de nuestra vida. Para expresar esta realidad debemos usar un
lenguaje simbólico y, respetando la distinción metafísica entre el Creador y la
criatura, enfatizaremos el vínculo yo-Tú entre el alma y Dios.
Sin embargo, la experiencia de la
contemplación es la experiencia de la vida y la presencia de Dios en nosotros,
no como objeto sino como la fuente trascendente de nuestra subjetividad. La
contemplación es un misterio en el que Dios se revela a nosotros como el centro
mismo de nuestro yo más íntimo: intímior
intimo meo, como dijo san Agustín. Cuando la verificación de su presencia estalla
en nosotros, nuestro yo desaparece en Él y atravesamos místicamente el Mar Rojo
de la separación para perdernos (y para encontrar así nuestro yo verdadero) en
Él.
La contemplación es la forma más
elevada y más paradójica de la conciencia de uno mismo, lograda por medio de
una aparente aniquilación del yo.
Por lo tanto, la vida no sólo es
conocida, sino vivida. Es vivida y experimentada en su integridad, es decir, en
todas las ramificaciones de su actividad espiritual. Todas las potencialidades
del alma se expanden con libertad, conocimiento y amor, y todas vuelven a
converger, y se reunifican en un acto supremo radiante de paz. En su sentido
más elevado, la concreción de esta experiencia de la realidad es existencial.
Más todavía: se trata de una comunión.
Es la percepción de nuestra realidad
inmersa y. en cierto modo fusionada con la Realidad suprema, el acto infinito
del existir que denominamos Dios. Finalmente, es una comunión con Cristo, el
Verbo encarnado. No una mera unión personal de las almas con Él, sino una
comunión en el gran acto con el que derrotó a la muerte de una vez por todas en
su muerte y Resurrección.
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