miércoles, 20 de diciembre de 2017

Nochebuena. Un poema y un pintor.

NOCHEBUENA

Francisco Luis Bernárdez



Noche en que el sol infinito
Mira nuestra ceguedad
Y nos envía una chispa
De su inmensa claridad,
Para que aparte las sombras,
Incendie la soledad,
Y abra nuestros ojos ciegos
A la luz de la verdad.

Noche en que el mar infinito
Contempla nuestra aridez
Y se ofrece a nuestros labios
En una gota de miel,
Que a pesar de ser pequeña
Tiene bastante poder
Para saciar hasta el fondo
Las ansias de nuestra sed.

Noche en que el cielo infinito
Mira la tierra infeliz
Y se confunde con ella
En un abrazo sin fín.
Para que, de tan dichosos,
No podamos distinguir
Dónde termina la tierra
Y empieza el cielo feliz.

Noche en que el tiempo infinito,
Sin ayer, mañana ni hoy,
Contempla el tiempo que mide
Nuestra pena y nuestro amor,
Y le infunde la energía
De su eterna perfección,
Para que nuestros latidos
Se cuenten por los de Dios.

Noche en que el Ser infinito
Se apiada de nuestra cruz
Y da comienzo a la suya
sobre la tierra sin luz,
Para que yendo a su lado
Por el bien y la virtud,
Encontremos el camino

De la paz y la salud.



Andrea De Litio (o también Delitio o Delisio) nació en Lecce nei Marsi, alrededor de 1420 y murió en Atri alrededor de 1495. Fue un pintor italiano del Renacimiento. Se cuenta entre los mayores exponentes de la pintura centromeridional de su época. Fue un artista de relieve del Quattrocento italiano, junto a los escultores Nicola da Guardiagrele y Silvestro dell'Aquila; su estilo siguió unido también al período gótico tardío, aunque conocía muy bien el arte de sus contemporáneos más famosos.









viernes, 27 de octubre de 2017

El Greco y la expulsión de los mercaderes del Templo


La expulsión de los mercaderes del templo es un cuadro pintado por El Greco (Domenikos Theotokopoulos, 1541-1614). Este óleo sobre tela mide 106 centímetros de alto y 130 cm de ancho, y fue ejecutado hacia el año 1600. Se conserva en la National Gallery de Londres.

Además existen otras cinco versiones de este mismo tema. Las dos primeras corresponden al periodo italiano. En ésta desaparecen figuras laterales de versiones anteriores y tanto el grupo de mercaderes expulsados de la izquierda como el de la derecha adquieren prácticamente la composición definitiva que se conservó en el resto de versiones. Cristo adquiere respecto a los cuadros anteriores más jerarquía quedando totalmente exento de las figuras que lo rodean, también mediante efectos de luz adquiere más protagonismo, básicamente apagando el resto de personajes. La arquitectura sigue siendo la romana que corresponde a la segunda versión pero en ésta se ha reducido su importancia, ahora solo ocupa la cuarta parte superior, también el color de la misma es más apagado. En esta versión predomina la importancia de las figuras.

Existe otra versión también realizada en el 1600, que se conserva en la Frick Collection de Nueva York, prácticamente igual a ésta pero de menor tamaño.[1] 

La expulsión de los mercaderes del Templo es un relato que se encuentra en los cuatro evangelios. En los sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) el episodio está ubicado en el comienzo de la última semana de la vida de Cristo, mientras que en Juan se ubica al comienzo de su vida pública y en el contexto de la primera de las tres Pascuas. 

En los sinópticos la acción de Jesús expresa el reproche hacia aquellos que han convertido el Templo en una “cueva de ladrones”. La expulsión adquiere así un carácter de castigo purificador propio del lenguaje de los profetas que son citados: Is 56, 7 y Jer 7, 11.

Pero, en el texto joánico, como nos explica Luis H. Rivas, “Jesús no interviene con palabras tomadas del Antiguo Testamento. La primera interven­ción son palabras suyas dichas con autoridad (v. 16b): "¡Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio!" Define al Templo como "la casa de su Padre" e implícitamente se manifiesta como el Hijo de Dios.

La interpretación del gesto y las palabras de Jesús está tomada del libro de los Salmos y puesta como un comentario de los discípulos: "El celo por tu casa me consumirá" (Sal 69,10). El salmista, un piadoso judío, se lamenta porque ha si­do encarcelado e interpreta que ha caído en esa situación por su fidelidad al Tem­plo ("El celo... me ha consumido"). La versión de los LXX tradujo el verbo en futuro ("… me consumirá"), y Juan asume el texto de esta forma, entendiéndolo como una pro­fecía que se refiere directamente a Jesús y que apunta hacia la Pasión y la Pascua.”[2]

A continuación transcribo los textos para poder cotejarlos.

Mt 21, 12-13
Después Jesús entró en el Templo y echó a todos los que vendían y compraban allí, derribando las mesas de los cambistas y los asientos de los vendedores de palomas. Y les decía: «Está escrito: Mi casa será llamada casa de oración, pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones».

Mc 11, 15-17 
Cuando llegaron a Jerusalén, Jesús entró en el Templo y comenzó a echar a los que vendían y compraban en él. Derribó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas, y prohibió que transportaran cargas por el Templo. Y les enseñaba: «¿Acaso no está escrito: Mi Casa será llamada Casa de oración para todas las naciones? Pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones».

Lc 19, 45-46 
Y al entrar al Templo, se puso a echar a los vendedores, diciéndoles: «Está escrito: Mi casa será una casa de oración, pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones».

Jn 2, 13-17
Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: «Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio». Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura:
El celo por tu Casa me consumirá.

Este trasfondo escriturístico está expresado en las imágenes que el Greco ha pintado como decoraciones del pórtico del fondo a modo de relieves monocromos y que se encuentran a la izquierda y a la derecha del arco que se halla detrás de la figura de Jesús.

La de la izquierda representa otra famosa expulsión, la del Paraíso. Adán y Eva son castigados así por su desobediencia.
La de la derecha, en cambio, representa el sacrificio de Isaac justo en el momento de la intervención del Ángel que impide el sacrificio del hijo de Abrahám y que será sustituido por el carnero enredado en la zarza, figura de Cristo en su Pasión que se entrega por la salvación de todos los hombres.

Podemos decir que El Greco sacó a la luz la doble dimensión del misterio que representaba su cuadro. Jesús es el centro del mismo. A su derecha (a nuestra izquierda) se encuentra el grupo de los mercaderes y cambistas expulsados y a su izquierda el de los discípulos que parecen comentar y contemplar lo significado por el obrar terminante de Jesús.

Éste ha venido para quitar (expulsar) el pecado del mundo y para terminar con el círculo de los sacrificios de los chivos expiatorios. Él es el único Cordero que quita el Pecado. No hace falta más sangre ni violencia sagrada. Su amor se derrama por todos y el paraíso terrenal será superado, como morada humana definitiva, por la casa del Padre de Jesús.




[1] Imagen y artículo extraído de Wikipedia.
[2] Luis H. Rivas: El Evangelio de Juan. Ed. San Benito. Bs. As. 2005. p.154.

lunes, 14 de agosto de 2017

MAESTRO DE ALKMAAR - Obras de Misericordia




Las Obras de Misericordia , del Maestro de Alkmaar pintadas para la Iglesia de San Lorenzo en Alkmaar, Países Bajos . Los paneles de madera muestran las obras de misericordia en este orden: dar de comer a los hambrientos, dar de beber a los sedientos, vestir a los desnudos, sepultar a los muertos, albergar a los peregrinos , visitar a los enfermos, y visitar a los encarcelados. (Ca. 1504)

ROMANO GUARDINI - LA BONDAD


Romano Guardini, nació el 17 de febrero de 1885 en Verona (Italia) y murió el 1 de octubre de 1968 en Munich (Alemania) a los 83 años. Fue sacerdote católico, teólogo y filósofo de la religión.

Forma parte de la generación de los grandes teólogos católicos del siglo XX, al lado de Henri de Lubac, Karl Rahner y Hans Urs von Balthasar. Se debe a él en particular una reflexión profunda sobre la liturgia y es uno de los protagonistas mayores de la gesta conciliar del Vaticano II.

La familia de Romano Guardini dejó Italia en 1886 para trasladarse a Maguncia, donde asiste  a los cursos del Liceo a partir de 1903. Estudiante destacado, comienza sus estudios de química en Tubinga y de economía en Munich y Berlín, estudios que abandona para ser sacerdote de la diócesis de Maguncia ordenado por Mons. Georg Heinrich Maria Kirstein.
Estudió teología en Friburgo (Brisgovia) y en Tubinga. Se doctora en teología en 1915 con un trabajo sobre San Buenaventura. Trabajó con los movimientos juveniles y obtuvo una cátedra de filosofía de la religión en 1923 en Berlín. A partir de 1945 enseña en Tubinga, y luego en Munich desde 1948 hasta su muerte. El papa Paulo VI quiso nombrarlo cardenal en 1965. Guardini rechazó el nombramiento por modestia.
La universidad de Ludwig-Maximilian de Munich creó una cátedra de filosofía de la religión con su nombre.
Romano Guardini fue sepultado en el cementerio de los sacerdotes del Oratorio de San Felipe Neri en la parroquia de san Lorenzo de Munich. Luego sus restos fueron trasladados a una capilla de la parroquia de San Luis de Munich.


Guardini fue reconocido por sus obras sobre la naturaleza de la liturgia y su participación. Entre las principales se cuentan Vom Geist der Liturgie 1918 (El espíritu de la liturgia), Von Heiligen Zeichen 1922-1923 (Los signos sagrados) y Besinnung vor der Feier der Heiligen Messe 1939 (Reflexión ante la Celebración de la Santa Misa). El corazón de la teología litúrgica de Guardini era la asamblea, y  la asamblea concreta. Sin ella la liturgia está vacía.

El texto que sigue está sacado de sus "Meditaciones Teológicas" que Ed. Cristiandad publicó en Madrid en el año 1965.

LA BONDAD

Vamos a considerar una virtud que fácilmente se queda corta, porque es retraída, poco llamativa, tranquila: esto es, la bondad. ¡Cuántas veces se habla del amor! A eso invita, pues es grande y resplandeciente. Pero habría que hablar de él en menos ocasiones: sería mejor para él, y en cambio hablar más a menudo de lo que tanta falta hace en nuestra dura época, esto es, de la bondad. La palabra fácilmente desvía a considerar con cierto menosprecio lo que significa, a entender "bondad" como mansedumbre, lo cual es cierto que no representa nada especialmente valioso. Esta es pasividad, que deja acontecer, o pereza, que no quiere conflictos, o también tontería, a la que se puede persuadir de todo lo posible. La bondad, por el contrario, es algo fuerte y profundo, pero por eso mismo no es fácil de determinar.
Intentémoslo: Un hombre bondadoso es uno que tiene buena intención respecto a la vida, de raíz. Pero ¿se puede tener mala intención también respecto a la vida? Se puede, realmente, sobre todo cuando la cuestión no se orienta tanto a acciones visibles como a una disposición de ánimo que está detrás, y quizá no llega especialmente a la conciencia.
Por ejemplo, un hombre puede ser dominante respecto a los demás. Aunque diga que quiere lo mejor para ellos, de lo que trata en realidad es de dominarlos. Quien es así no tiene buena intención respecto a la vida, pues la ahoga con el apretón del afán de dominio. De ahí proceden muchas tragedias de familia; de que uno quiera someter a los demás sea hombre o mujer, hija o hijo. El verdadero bien deja espacio abierto a quien vive, movimiento libre, mejor dicho, se lo da, se lo produce, pues sólo ahí prospera.
O produce en el interior de un hombre un rencor a la vida. Él piensa que ha sufrido una injusticia, que sus expectaciones se han visto defraudadas, que sus pretensiones no han obtenido satisfacción. Quizá es así realmente, y debería tratar de obtener lo mejor de lo que aún es posible: pero no es capaz de pasar por encima del sentimiento de agravio, y se venga. "Todos son así", dice, porque uno ha sido así; "no hay justicia", porque considera que no la ha encontrado para sí... La bondad renuncia porque es generosa y concede libremente a los demás; porque tiene confianza y deja que la vida vuelva a empezar otra vez constantemente.
Muchas faltas de bondad proceden de la envidia. Algunos son pobres y ven a los demás con riqueza. En algún aspecto todos observan que otros tienen lo que a ellos les falta. Si no se contentan con eso se agrian, envidian a los demás lo que tienen y luego esto se envenena, haciéndose enemistad contra la vida. La bondad puede prescindir de sí, puede conceder a otros lo que le falta, quizá incluso disfrutar de ello en otro. Así cabría decir aún más.
La bondad significa que uno tenga buena intención respecto a la vida. Donde quiera que se trata con algo vivo, su primer movimiento no es desconfiar y criticar, sino tener respeto, dejar valer, ayudar a crecer ¡Cuánta falta hace esta disposición de ánimo en la vida, en la vida humana, que es tan frágil!
Pero en la bondad también hay fuerza. Cuanto más pura es, más fuerza, y la bondad perfecta es inagotable. La vida está llena de dolor; si uno tiene buena intención respecto a la vida, cuando viene el dolor y es sentido, ello, pese a todo, lo fortalece. La vida quiere ser comprendida, pero esto fatiga. Requiere ayuda; pero sólo puede ayudar realmente quien comprende, y quien comprende precisamente este dolor: quien encuentra las palabras que aquí son necesarias y ve lo que debe ocurrir para suavizarlo. ¡Ay de la bondad si es débil, por más que tenga buena intención! Le puede ocurrir que se deshaga sólo en compartir sentimientos o, por el contrario, que se vuelva violenta para defenderse.
La auténtica bondad implica paciencia. El dolor vuelve una vez y otra, queriendo ser comprendido: una vez y otra las faltas del prójimo se hacen perceptibles, y éste se vuelve insoportable precisamente porque se lo conoce de memoria. Una vez y otra la bondad debe ofrecerse y aplicarse.
Y algo más forma parte de la bondad, algo de que sólo se habla raras veces: el humor. Ayuda a sobrellevar con más facilidad: más aún, sin él no marcha nada en absoluto. Quien mira a los hombres solamente en serio, sólo en forma moral o pedagógica, a la larga no lo aguanta. Debe tener ojos para lo peculiar de la existencia. Pues todo lo humano lleva consigo algo de cómico: cuanto más grandiosamente uno se entrega más fuerte se hace esto. Pero el humor significa que se tome la naturaleza humana en serio y que uno se esfuerce por ello, pero de repente se ve qué peculiar es y uno se ríe, aunque sea sólo por dentro. La risa amistosa por la rareza de todo lo humano: eso es el humor. Ayuda a ser bondadoso, pues tras la risa la seriedad vuelve a ser más fácil de aplicar.
Otra cosa final ha de decirse sobre la bondad: a saber, que es silenciosa. La verdadera bondad no habla mucho: no se adelanta; no hace ruido con organizaciones y estadísticas: no fotografía y no analiza. Cuanto más profunda es más silenciosa se vuelve. Es el pan cotidiano de que se nutre la vida.
Donde desaparece, por mucha ciencia que haya y política y bienestar, en el fondo, todo sigue frío.
Y ahora hemos de buscar la bondad allí donde está el origen de toda virtud, en Dios.
El es la bondad por esencia. En los Salmos, el libro de oración del Antiguo Testamento, se encuentran hermosas cosas sobre ella. Cosas dignas de crédito, pues el hombre del Antiguo Testamento no era blando de corazón: no lo habría podido ser con la dura vida que tenía que llevar Israel era un pueblo pequeño y vivía en una tierra avara: la mitad era tierra pedregosa. Siempre estaba amenazado, pues en torno acechaban civilizaciones gigantescas, ricas, repletas de la soberbia y la altanería de lo mitológico, y hostiles a la pura fe en Dios de la revelación. Si alguien de ese pueblo habla de la bondad de Dios es una experiencia auténtica. Así, por ejemplo, se dice en el Salmo 144.

Suave y bondadoso es el Señor,
lento para la ira, rico en gracia.
El Señor es bondadoso para todos los seres,
misericordioso para todo lo que ha creado.

Si se pudiera ver la bondad de Dios, ese abismo de buena intención, uno tendría alegría para toda la vida. El hecho de que haya "mundo" en absoluto ya es un constante efecto de la bondad de Dios. No lo habría si Él no quisiera. No lo necesitaba Él para sí mismo, ¿por qué habría de necesitar del mundo el Dios infinito, si el mundo desaparece ante Él? Cuando Él lo crea y lo mantiene en el Ser es porque Él es bueno para el mundo.
Pero alguno preguntará: ¿Tiene el mundo aspecto de que Dios sea bueno para él? La existencia humana, ¿se presenta como obra de la bondad divina? Quien sea sincero empezará por contestar: i Cierto que no! Pues constantemente se eleva la pregunta del hombre a Dios: ¿Por qué todo esto, si Tú eres bueno? La pregunta es comprensible cuando surge de un corazón apurado, pero en sí es tonta, pues ¿de dónde viene todo lo terrible que amarga al hombre su existencia? El mismo se lo ha causado.
Cuando se eleva el reproche de cómo puede ser bueno Dios, más aún, de cómo puede haber en absoluto un Dios, si todo es como es, quien así lo hace por lo regular pregunta con alguna idea sobre de dónde viene todo lo malo. Sin embargo, así fue. Dios puso al hombre el mundo en la mano, para que, de acuerdo con el Creador, edificara esa existencia que nos muestra el Génesis bajo la imagen del Paraíso. Pero ¡el hombre no quiso! No quiso construir el Reino de Dios, sino su propio reino. De ahí viene todo lo enredado, lo inauténtico, lo destructor que hay en la actividad del hombre. ¿Cómo puede ahora levantarse y decir: "Si existieras. Dios, no habrías creado semejante mundo"? Y el trastorno atraviesa cada vez más la existencia por medio del hombre: por medio del mismo que eleva la queja.
Pues así es: cada cual de nosotros hace la vida un poco peor Toda mala palabra que decimos envenena el aire. Toda mentira, toda violencia penetra en la existencia y produce más honda confusión. Los hombres mismos somos quienes hemos convertido la vida en lo que es, de modo que no es honrado que luego nos levantemos a decir que Dios no puede ser bueno, si todo va así. Sólo podemos decir: "Señor, dame paciencia para sobrellevar lo que hemos producido, para hacer también lo mío, de modo que haya mejoría donde estoy." Esa es la única respuesta honrada.
Pero se podría objetar aún algo más, preguntando cómo puede ser bueno Dios si en el reino de esos seres que no pueden ser malos, o sea los animales, hay tan innumerables dolores. Muchos hombres melancólicos no han sabido superar esta cuestión. ¿Cómo puede estar la bondad de Dios sobre el mundo, si la creación inocente padece constantemente cosas tan terribles? Seré sincero: no conozco respuesta. Pero me ha ayudado una idea que quizá también pueda ayudar a otros, esto es, la consideración de qué significa "bondad" cuando es Dios de quien se dice. Tenemos derecho —y también obligación— de formar conceptos, a partir del reflejo de la esencia de Dios en las cosas y en nuestra propia vida, con los cuales intentamos captar cómo es El. Así podemos decir: Dios es justo. Dios tiene paciencia, Dios es bondadoso, y así sucesivamente todas las importantes expresiones con que referimos lo grande y lo hermoso de la Creación —purificado de imperfección— a Aquel que la creó. Pero si consideramos con más exactitud: ¿Qué indica, por ejemplo, la expresión de que Dios es justo? Lo que significa la palabra "justo" cuando se refiere a una persona lo sabemos, pues somos seres finitos, y por tanto captables con conceptos finitos; pero ¿y si lo referimos a Dios, que está más allá de toda medida y concepto? A nuestro pensar y decir sobre Dios le pasa eso: Todo lo que existe de modo finito recibe de El su estructura esencial. Por eso nosotros tomamos una de las cualidades de ese ser, la captamos en la palabra, la presentamos a Dios y decimos: Así es Él, sólo que de modo completamente perfecto, como modelo de esta imitación finita. Pero ahí, conscientemente, la palabra queda absorbida por el abismo de Dios, y no podemos hacer otra cosa que entender su "sobregrandeza" Igual ocurre aquí. Por ejemplo, si digo de una madre que es bondadosa, que la familia entera recibe vida de su bondad, entonces sé lo que quieren decir esas palabras, y no se puede atribuir nada mejor a una persona. Pero ¿y si digo: Dios es bueno? Para empezar, sé lo que quiero decir, pero luego el misterio se apodera de la palabra y me la arrebata. Sin embargo, permanece una orientación de sentido, como un camino resplandeciente trazado por un meteoro cuando desaparece en la inconmensurabilidad del espacio cósmico. Queda un silencio que percibe esa orientación: un respeto que se estremece ante el misterio: y todo se vuelve adoración.
Y eso, a su vez, para nuestra pregunta, significa: Dios también es bueno donde no comprendemos su bondad.


miércoles, 5 de julio de 2017

Neruda y la herencia de las palabras



LAS PALABRAS

‎"…Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se acechan, hasta que de pronto caen… Vocablos amados… Brillan como perlas de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío… Persigo algunas palabras… Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema… Las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas… Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto… Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola… Todo está en la palabra… Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció. Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces… Son antiquísimas y recientísimas… Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada… Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos… Éstos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas… Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el idioma. Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras."


Pablo Neruda - Confieso que he vivido


lunes, 26 de junio de 2017

Mozart - Trio para piano, viola y clarinete K. 498 "Keggelstatt"

Mozart sigue cantando. Una semana antes de componer este trio había jugado mucho a los "bolos" por eso su nombre de "Kegelstatt". Música de un genio que no deja de ser un niño que "juega" a veces con "bolos" y a veces con notas.


domingo, 25 de junio de 2017

Mozart - Clarinet Quintet in A major, K 581 - Old City String Quartet

Un soplo divino pasa por entre las cuerdas. 
Este "arco" es el que las hace vibrar. 
Y es tan humano como su inspirado autor. 
Mozart: El amado de Dios





Mozart compuso su Quinteto en la mayor K.581, en septiembre de 1789, después de su viaje a Prusia y durante la composición de Così fan tutte. La elección del instrumento solista — como para el trio en mi bémol K. 498 "Kegelstatt" o el último Concierto en la K. 622 — fue inspirado por la personalidad misma de un amigo de Mozart, el clarinetista Anton-Paul Stadler, espíritu curioso, excelente virtuoso de su instrumento y miembro de la orquesta de la corte imperial de Viena. Mozart, como más tarde Brahms o Schönberg, tenía una predilección particular por el clarinete, cuyos recursos técnicos y sonoros había descubierto desde 1777, en Mannheim. El clarinete era ya entonces para Mozart el único instrumento de viento capaz, por la diversidad de sus registros y por su abanico dinámico, de rivalizar con la delicadeza expresiva de los instrumentos de cuerdas. El cla­rinete del Quinteto K. 581 se revela como un perfecto personaje autónomo, y sin embargo se integra de manera extraordinaria al discurso del cuarteto de cuerdas que lo acompaña.

El primer movimiento (allegro) está basado en tres temas en lugar de los dos habituales. El elemento trágico, lo encontramos evidentemente en el fabuloso larghetto en re mayor, cumbre de la obra y sin duda uno de los tres o cuatro más bellos movi­mientos lentos jamás concebidos por Mozart. Arquitectura verdaderamente epifánica, abierta en la unidad, que respira la unidad y cuya función espiritual parece consecuencia directa del canto puro. La simplicidad relativa de las frases del Menuetto hace resurgir la sutileza y la insuperable asimetría de las del movimiento precedente. El Finale, Allegretto, está escrito en forma de variación. Mozart eligió un tema popular, como el de la "danza rústica" del Trio II (Menuetto), que igual sigue siendo marcadamente estilizado.

El Quinteto en la es un eslabón - admirable - en medio de una cadena de obras consagradas por Mozart al clarinete y que iban a conducir al sublime adiós del Concierto K. 622.

viernes, 23 de junio de 2017

RECORDANDO A FRITZ KREISLER

FRITZ KREISLER
(1875-1962)

El rey de los violinistas

No existe en la historia un violinista tan querido y admirado por su público y sus pares como Fritz Kreisler.
Durante más de cincuenta años, el que fue llamado “el rey de los violinistas”, en efecto, gozó de una popularidad sin igual y su nombre sigue siendo hoy sinónimo de encanto y nobleza. Kreisler fue un innovador en materia de sonoridad y de expresión, enriqueció el repertorio con innumerables composiciones y arreglos, y fue también el único, entre los grandes violinistas nacidos en el siglo XX, cuya carrera no tuvo que sufrir el «fenómeno Heifetz».
Friedrich-Max Kreisler nació en Viena el 2 de febrero de 1875. Su padre le enseñó los primeros rudimentos de violín cuando tenía cuatro años. A los siete, el joven Fritz entró al conservatorio de Viena, donde estudió violín con Joseph Hellmesberger Jr, armonía con Anton Bruckner, y también piano. Admitido a los diez años en el conservatorio de París en la clase de Lambert Massart, sale de allí dos años después con un primer premio otorgado unánimemente y no vuelve a recibir ninguna otra enseñanza musical. De regreso a Viena tras una gira por Norteamérica, abandona por algún tiempo el violín, regresa al liceo y emprende estudios de medicina. Tras su servicio militar, se decide finalmente a hacer una carrera musical y trabaja duramente para recuperar su brillante técnica. Es en esta época que compone su célebre cadenza para el Concierto de Beethoven. Intenta entrar a la Orquesta de la Ópera de Viena, pero Arnold Rosé, arguyendo que no lee bastante bien las partituras, le niega el acceso.

El comienzo de la gloria

En 1899, fue invitado por el director Arthur Nikisch a interpretar el Concierto de Mendelssohn con la Filarmónica de Berlín. Apenas concluyó el finale, Eugène Ysaÿe, se puso de pié para aplaudirlo lleno de entusiasmo. Fue el comienzo de la gloria. Se presentó ejecutando sonatas con el pianista Harold Bauer, tríos con Josef Hofmann y Jean Gérardy, e incluso en dúo con el famoso tenor John McCormack. Apasionado por el juego, frívolo e insaciable seductor, será Harriet Lies, su mujer desde 1902, quien ponga orden en su vida y lo ayude a asumir las obligaciones de una carrera internacional. Desde entonces el público reconocerá en él a una especie de artista supremo y al comienzo de la Primera Guerra mundial sus grabaciones se multiplican, sus sabrosas miniaturas adquieren una popularidad universal, al mismo tiempo que sus interpretaciones de las grandes obras maestras del repertorio se convierten en modelos de elegancia. Elgar le dedica su Concierto para violín que Kreisler estrena en 1910 en Londres.
Su popularidad fue tal que llegó a superar en los Estados Unidos a la de Mischa Elman, su principal rival en esa época.
La guerra interrumpe su carrera y regresa a Viena donde es reclutado y enviado luego al frente ruso. Allí es herido y, una vez recuperado, regresa a New York en noviembre de 1914. En 1915 publicará un relato sobre esas semanas en las trincheras. En razón de su nacionalidad austríaca, su carrera conoce dificultades y algunas grandes salas norteamericanas se niegan a invitarlo. Sin embargo, finalmente recupera su popularidad de antes, habiendo aprovechado ese tiempo para escribir su único cuarteto para cuerdas (1919).
Entre las dos guerras, forma un dúo con Sergei Rachmaninov, inmortalizado por tres grabaciones de sonatas de Beethoven, Grieg y Schubert en 1928. Se cuenta una anécdota sucedida durante uno de sus recitales neoyorquinos: Kreisler, a quien no le gustaba mucho ensayar y tocaba de memoria, sintiéndose perdido, se acercó discretamente al piano y susurró a su compañero: «¿Dónde estamos?» Y Rachmaninov le respondió imperturbable: «En el Carnegie Hall!» Echado por el nazismo, dejó Berlín en 1938, para refugiarse en Francia primero para exiliarse después, definitivamente, en los Estados Unidos desde 1939. En 1941, fue atropellado por un camión, pero llegó a retomar su carrera al año siguiente. Adquirió la nacionalidad norteamericana en 1943. En 1947 ofreció su último concierto público. El 29 de enero de 1962, murió en New York pocos días antes de cumplir 87 años.

Último eslabón de una tradición

Kreisler fue el último de los compositores violonistas, último eslabón de una tradición que se remontaba a Corelli y Vivaldi pasando por Spohr, Kreutzer, Paganini, Vieuxtemps, Wieniawski, Joachim, Ernst o Sarasate. Dejó cientos de piezas originales, transcripciones o arreglos, cadenzas para los Conciertos de Brahms, de Beethoven y de Mozart, un cuarteto de cuerdas (1919), muchas canciones, dos operetas – Apple Blossoms (1919), y Sissy (1932) conocida más tarde en su versión cinematográfica con el nombre de The King Steps Out dirigida por Josef von Sternberg.

El encanto en estado puro

Cada aparición de Kreisler tenía algo de mágico. Dotado de un humor delicioso y de un encanto irresistible, su nobleza natural atrapaba a su auditorio, porque su estilo no tenía nunca nada de afectado o pomposo. Detestaba trabajar, y se dice que ni siquiera se tomaba el tiempo de entrar en calor antes de subir al escenario. La espontaneidad, la comodidad y la relajación eran los rasgos dominantes de su ejecución. Su sonoridad refinada pero viril, nunca afectada, tenía algo de encantador, así como su vibrato cuya amplitud y velocidad sabía matizar como nadie. Fue además el primer violinista de renombre que usó un vibrato permanente, lo que daba a sus frases un sabor completamente diferente del de los demás violinistas de la época. Sus portamentos tan sutiles tenían un poder de seducción inaudito. Poseía además un arte innato del rubato, gracias al que sus libertades rítmicas no alteraban jamás el curso espiritual de la música. Bajo sus dedos, cada nota adquiría una sensualidad única, hecha de pura belleza, de bondad y de alegría de vivir. No tenía otro objetivo que agradar, y para eso su talento era celestial. Su discografía[1] compuesta de casi 200 obras incluye una gran número de arreglos propios y de sus famosos “pastiches”, escritos «en el estilo» de compositores de los siglos XVII y XVIII, que le significaron algunos encontronazos con los críticos musicales de los años 30.
Fue uno de esos raros intérpretes tocados por la gracia, sobre los que el tiempo pareciera no tener ninguna prisa.



SUS VIOLINES
Guarneri del Gesù (1733) hoy conservado en la Library of Congress de Washington, D.C.
Guarneri del Gesù (1735).
Guarneri del Gesù (1740) el «Tigre» que perteneció después a Benno Rabinoff.
J. B. Vuillaume (1845) que prestó a Joseph Hassid, propiedad hoy de Yong-Uck Kim.
Stradivarius (1726) «Greville».
Stradivarius (1733) el «Kreisler» que perteneció también a Bronisław Huberman y a Johanna Martzy.
Stradivarius (1711) el «Earl of Plymouth» pertenece hoy a la Filarmónica de Los Ángeles.
Stradivarius (1727) el «Hart» fue después de Zino Francescatti y de Salvatore Accardo.
Stradivarius (1732) el «Baillot» que perteneció a Pierre Baillot y a Eugène Sauzay.
Stradivarius (1734) el «Lord Amherst of Hackney» con el que también tocaron May Harrison et Benno Rabinoff.
Pietro Guarneri de Mantoue (1707) adquirido en 1967 por Earl Carlyss (segundo violín del Cuarteto Juilliard).
Carlo Bergonzi que parteneció más tarde a Itzhak Perlman.
Alessandro Gagliano.
Giovanni Grancino.
Gand et Bernadel.
Daniel Parker (1720).

Otras Obras
Four Weeks in the Trenches. The War Story of a Violinist (Cuatro semanas en las trincheras. Historias de guerra de un violinista), Boston and New York, Houghton Miffl in Company, 1915.


Fuente: JEAN-MICHEL MOLKHOU - LES GRANDS VIOLONISTES
DU XXe SIECLE - Cap. 1 
Trad. FG.

[1] Una discografía establecida por el autor fue publicada en la revista The Strad en marzo de 1999 (no 1307).

sábado, 17 de junio de 2017

Ave Verum Corpus (Mozart) - King's College, Cambridge





Ave verum corpus natum de Maria Virgine
Vere passum, immolatum in cruce pro homine
Cuius latus perforatum unda fluxit et sanguine
Esto nobis praegustatum mortis in examine

Salve verdadero cuerpo nacido de María Virgen,
Que verdaderamente sufriste y fuiste inmolado en la Cruz por el hombre.
De cuyo costado traspasado brotó el agua y la sangre,
Sé gustado por nosotros en el momento de la muerte.

“El 18 de junio de 1791, para la fiesta del “Corpus” (ceremonia que había sido prohibida por José II y restablecida en 1791 por Leopoldo II), Mozart compuso el motete eucarístico “Ave verum corpus” K. 618, en re mayor, para cuerdas, órgano y coro a cuatro voces. En esta obra Mozart ha reencontrado “la piedad popular en la cual su madre lo había educado. Lo que hace al “Ave verum” tan emocionante es, sostenida por un arte consumado, una espontaneidad de niño que reencuentra sus fuentes. Esta religiosidad cordial y popular emerge intacta del fondo del alma mozartiana a la hora de cantar el misterio central de la fe católica: la Pasión y la muerte en cruz “pro homine” del Dios hecho hombre y nacido de la Virgen María.”


Cf. Fernando Ortega, “Mozart y Cristo” https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/2489820.pdf

Recordando a un Maestro: Charles Moeller

Charles Moeller nació en Bruselas el 12 de enero de 1912. A los trece años fue llevado por su hermano a una reunión ecuménica organizada por Lambert Baudouin, un defensor entusiasta de la unión de las iglesias mundiales. Influido por ello y, de un modo más constante, por el ejemplo del Cardenal Mercier, Moeller decidió convertirse en sacerdote. Luego de estudiar y diplomarse en Humanidades Clásicas en el Instituto Saint-Boniface en Ixelles, ingresó en el seminario de Malinas.
Ordenado sacerdote en 1937, fue nombrado profesor de “segunda greco-latina” en el colegio Saint-Pierre de Jette, donde permanecerá durante doce años. En 1942 se doctoró en teología por la universidad de Lovaina. La preparación de sus cursos de literatura lo impulsó a enfrentar los aportes tanto de la fe como del humanismo. Como fruto de esa confrontación aparecerán luego sus obras Humanismo y santidad (1946) y Sabiduría griega y paradoja cristiana (1948). De 1949 a 1954 fue “maitre de conférences” de la universidad de Lovaina, “chargé de cours” allí mismo desde 1954, y, desde octubre de 1956, catedrático. Antes, en 1954, asumió el cargo de Director del “Home Congolais”, una especie de Colegio Mayor para estudiantes provenientes del Congo Belga y de Ruanda que estudiaban en la universidad de Lovaina.
Tiempo después de su ingreso en la universidad de Lovaina, Moeller comenzó a pronunciar, en el hemiciclo del aula magna de la universidad, unas conferencias abiertas para todos quienes cursaban en esa institución. Eran charlas acerca de los autores más leídos en esa época, partiendo de la fe.
Autores como Simone Weil, Julien Green, Franz Kafka, Aldous Huxley, André Gide, eran analizados como representantes de los distintos dramas espirituales del hombre contemporáneo. De todo ello surgió después su monumental obra en seis tomos titulada Literatura del siglo XX y Cristianismo, la cual aparecerá entre 1953 y 1993, el último volumen en forma póstuma. Esta apertura de Moeller, anterior al Concilio Vaticano II, le provocó algunos problemas con la jerarquía eclesiástica, aunque su probidad (Moeller solía enviar sus estudios a los autores antes de publicarlos) y capacidad de análisis le consiguieron por otro lado el reconocimiento de intelectuales y lectores en general. Albert Camus le escribió una carta manifestándole su agradecimiento y su acuerdo por el trabajo dedicado a él.
Debido a su capacidad como teólogo, fue invitado a participar en el Concilio Vaticano II, donde tuvo una participación destacada en la redacción del Esquema XIII, “La Iglesia en el mundo”, trabajo del que surgiría la encíclica Gaudium et Spes. Luego de esto fue nombrado subsecretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y, más adelante, el papa Paulo VI lo convirtió en rector del Instituto Ecuménico de Jerusalem. En 1970 ingresó en la Academia Real de Lengua y Literatura Francesas de Bélgica. Falleció en Bruselas, el 3 de abril de 1986, cuando se aprestaba a participar en el Curso Internacional de Alta Cultura, en Venecia, para desarrollar el tema “Nuevas vías en la hermenéutica de la literatura”.

Obra principal

En la obra de Charles Moeller se destacan dos títulos: Sabiduría griega y paradoja cristiana y Literatura del siglo XX y Cristianismo.

En la primera de estas obras se contraponen las visiones griega y cristiana acerca del mal, del sufrimiento y de la muerte.
Su estructura está dividida en tres partes: El problema del mal en Homero, en los trágicos griegos, en Shakespeare, en Racine y en Dostoievski. El problema del sufrimiento en Homero, en los trágicos griegos y Shakespeare. El problema de la muerte en Homero, en Platón, en Cicerón, en Virgilio y en el Paraíso de Dante Alighieri. Para Moeller la antigüedad griega “es un grito al dios de la misericordia, para que el mundo divino sea racional, equilibrado, bello como el mundo humano que los griegos soñaban”. Frente al estoicismo y la resignación que los griegos oponían al destino trágico, los judíos, según lo indica el salmo 50 de David, oponían ya, como algo novedoso, la esperanza en la misericordia divina. A esto, el cristianismo le añade la dimensión del pecado y de la Gracia. Algo que hoy, cuando palabras como angustia, absurdo, abandono, nada, se repiten sin cesar, debe ser reafirmado. “Luchar y ponerse de rodillas” es la frase final con que Moeller reúne al héroe heleno y al santo cristiano.

Literatura del siglo XX y cristianismo consta, como ya se señaló, de seis volúmenes, y con su publicación logró Moeller la celebridad y una admiración unánime. El primer volumen, cuyo subtítulo es El silencio de Dios, trata sobre Albert Camus, André Gide, Aldous Huxley, Simone Weil, Graham Greene, Julien Green y Georges Bernanos. Según el autor, tanto Camus como Gide representan la actitud del “honette homme” (hombre honrado) de la época clásica ante el silencio de Dios. “Aguardar, pese a todo, el progreso del hombre, contentándose con las cartas que se tienen”: tal el mensaje último de Gide.
“Luchar contra «la peste», por honradez, conociendo que no existe ninguna esperanza de vencerla”: tal el mensaje de Camus. Huxley y Simone Weil, en tanto, se entregan a “la vieja tentación romántica de la gnosis, que duerme en el corazón de la humanidad”. Aun así, ambos reflejan en su obra —y es lo que rescata su testimonio— “la preponderancia de ese «trascendente» que tantos ahora se obstinan en negar”. Greene, Bernanos y Julien Green, por su parte, transmiten algo bien distinto. Esperar contra cualquier esperanza, como el patriarca Abraham, es el mensaje de Graham Greene; amar, dar su propia alegría, con libertad, para que los demás la posean, el mensaje de Bernanos; y creer en lo invisible a pesar de todo, el de Julien Green.

El segundo volumen, subtitulado La fe en Jesucristo, analiza a Jean-Paul Sartre, a Henry James, a Roger Martin Du Gard y a Joseph Malègue. Para Moeller, el autor de El ser y la nada es “testigo de un «humanismo» aplastado bajo un techo demasiado bajo, el de una naturaleza prisionera de la fascinación de las apariencias y que desea bastarse a sí misma”. Demostrar la fragilidad de ese humanismo basado en el ateísmo es la finalidad de su estudio. Henry James, por su lado, “nos ha descrito el mal in propia persona, paseándose por las calles, con la sonrisa en los labios. Es tan profundo, que sobrepasa la sociedad mundana de la Europa anterior a la guerra de 1914: lo que nos describe, en un caso individual, es realmente el mal universal”. Y ese mal, agrega Moeller, tiene como nombres disimulo, traición, mentira; se llama “egotismo”. De Martin Du Gard analiza su novela Jean Barois, el itinerario del personaje, desde la infancia hasta la muerte, para ver de qué manera la trayectoria de este hombre que nació en la fe, la perdió, entregándose a la mística dreyfusista, luego la recobró poco antes de morir, “nos ilumina acerca de la faz verdadera de la creencia cristiana”. De igual modo procede con Malègue, cuyo libro Agustín o el Maestro está ahí responde, según Moeller, con mucha más profundidad y matices, al Jean Barois de Du Gard; y le permite sintetizar esos aspectos de la fe que este segundo tomo de su obra se propone aclarar: libre, razonable, sobrenatural.
El tercer volumen de la serie se subtitula La esperanza humana y estudia a André Malraux, a Franz Kafka, a Vercors (seudónimo de Jean Bruller), a Mijaíl Sholojov, a Thierry Maulnier, a Alain Bombard, a Françoise Sagan y a Ladislao Reymont. Malraux, como Marx y como Nietzsche, es para Moeller “el hombre del conflicto, de lo incompatible”. Es alguien que rehúsa someter al hombre a una realidad cualquiera, tanto viva como muerta.
“Repudia el combate del hombre contra el hombre; quiere que los hombres, fraternalmente unidos, se alcen contra el destino.” Con respecto a Kafka, cuyo estudio y el de Malraux son los más extensos del volumen, Moeller aclara que no pretende afirmar sino aproximarse. Y que lo hará invitando al lector a abandonar la idea instalada que considera a Kafka un creador de mitos que buscan el absoluto divino. Aquí se tratará de caminar de modo pedestre en busca de un hombre que no pretendió sino vivir aquí abajo. “Precisamente porque la esperanza de Kafka se refiere a este mundo —no digo que niegue el otro, sino que peregrina ante todo hacia el de aquí abajo—, es por lo que el escritor checo figura en este libro, consagrado a la esperanza de los hombres”. En Vercors destaca la idea de que el hombre está “des-naturalizado” porque solamente él se ha disociado del mecanismo del instinto con el que la naturaleza, ese gran todo inconsciente e incognoscible, persigue sus fines. El hombre, según esto, “cometió secesión, cisma, el día en que se desterró a sí mismo de la paz del gran todo y comenzó a lanzar hacia el cielo una interrogación”. De Sholojov estudia A orillas del Don apacible, a la que considera una gran novela, que nos hace tomar a manos llenas esa “tierra” tan necesaria luego del mundo intenso de Malraux y de las indagaciones agobiadoras de Kafka, y en la que todos sus personajes pueden repetir la frase que pronuncia uno de ellos: “Cada uno vive de su esperanza”. Thierry Maulnier, con sus dramas El profanador y La casa de la noche, desea, según Moeller, hacernos reflexionar frente a una imagen humana perteneciente a todos los tiempos. “En el centro de esta obra notable —escribe— está el conflicto, que el autor considera insoluble, entre la política y la vida, de una parte, y la compasión, la ternura y el amor, de otra”. Alain Bombard no es escritor sino un médico joven que se embarcó en una pequeña canoa y atravesó el océano Atlántico en sesenta y cinco días para demostrar la
falacia de ciertos tópicos acerca de la vida de un náufrago en el mar. Moeller, partiendo del diario que Bombard escribió a bordo de su bote, opone la esperanza y la voluntad de vivir a la vida superficial, de comodidades y tedio, en la que gran parte de la sociedad europea había caído hacia finales de la década de 1950-1960. Una sociedad que Françoise Sagan, la próxima autora analizada, refleja en sus obras, en las que Moeller halla como corolario la mentira convencional acerca de que solamente la dicha justifica la existencia, y, también, que el amor en estas obras, único remedio para la soledad “que espanta a los personajes”, lamentablemente “se funda en un error (se ama sin ser amado, y la persona amada ama, a su vez, a quien tampoco le corresponde, etc…) o es precario”.
De Ladislao Reymont, por último, estudia su obra Los campesinos, cuya grandiosidad, expresada a través de una sencillez campestre y ancestral “nos conmueve porque reúne en una sola gavilla los temas de este libro: la grandeza del hombre, la realidad de una tierra prometida, el tesoro de las leyendas”.

El cuarto volumen, La esperanza en Dios nuestro Padre, reúne estudios sobre Ana Frank, Miguel de Unamuno, Charles Du Bos, Gabriel Marcel, Fritz Hochwälder y Charles Peguy. En Ana Frank destaca “ese leve desprendimiento, esa ligerísima saturación que, en el curso de la adolescencia, hace que un espíritu joven se desligue del mundo propiamente religioso para orientarse hacia la afirmación de su fuerza moral”. De Unamuno afirma que sus errores, “el eternismo, el
tragicismo, el idealismo de la conciencia, el odio de la razón… son productos sustitutivos de la fe perdida”. Pero agrega que “la auténtica, la vigorosa, la desgarradora importancia de la religiosidad de Unamuno está en la nostalgia de la inmortalidad”. El mundo filosófico de Gabriel Marcel es para Moeller “una especie de platonismo de la comunión de los espíritus. Si rechaza el aspecto conceptual y la dialéctica del platonismo, en cambio toma de él la idea de una participación en otro reino, en otra luz… Recoge el movimiento ascendente que, sin abandonar jamás este mundo existencial, propulsa a los seres hacia ese otro reino vislumbrado en las sombras de nuestra condición cautiva”. De Charles Du Bos acompaña, a través de las páginas del Diario de éste, su “peregrinación hacia la esperanza”, a la que llegó, según su conclusión, por el camino del amor. Para Moeller, el problema central en las piezas del dramaturgo Fritz Hochwälder “es el establecimiento de la justicia y de la paz sobre la tierra”, y el reflejo de su angustia por ver cómo una y otra vez ese Reino se retrasa.
Charles Peguy “no es el poeta fácil de la pequeña esperanza, que aviva en nosotros la nostalgia del pasado”, sino que habiendo “explorado los arcanos de la miseria y de la desgracia, ha descubierto la causa profunda de la desesperación que acecha al hombre”. Y los términos recurrentes en sus poemas “recubren una teología grandiosa, exacta, profunda”.

El volumen quinto, Amores humanos, estudia a Françoise Sagan, a Bertolt Brecht, a Antoine de Saint-Exupéry, a Simone de Beauvoir, a Paul Valéry y a Saint-John Perse. La obra de Françoise Sagan, a quien había dedicado un estudio muy breve en el tomo anterior, es considerada aquí por Moeller como una especie de pórtico, frecuentado por muchos transeúntes, curiosos, soñadores, el cual, si nos detenemos ante él, “nos mostrará quizá una puerta que dé paso a una morada en que se descubra mejor el secreto del amor”. De Bertolt Brecht dice que conservó hasta el último día la esperanza de que un día se establecería una sociedad mejor, pero aun así se sintió cada vez “más rebasado por la realidad”. En sus piezas teatrales, dice Moeller, y más allá de las esperanzas marxistas que siempre se comunican de manera explícita, “hay una evidencia de la condición humana que ninguna organización puramente económica y social podrá remediar”. Saint-Exupéry no utiliza su pasión por la aviación para vivir una vida peligrosa, sino como un medio para descubrir al hombre y al universo, para recuperar una verdad campesina. Sin ceder jamás a un lirismo fácil, es, para Moeller, “el poeta del planeta, visto por el aviador”, y quien a través de su experiencia “encuentra a Dios como el nudo que ata, invisiblemente, todos los otros vínculos del espíritu y da sentido a
la vida y a la muerte”. Simone de Beauvoir, afirma Moeller, “nos recuerda con toda su vida y toda su obra” que es siempre imposible el intento de separar el amor del hombre y de la mujer de su inserción en la sociedad. La dimensión de la autora de El segundo sexo sitúa a ese amor, “como en su centro de gravedad, en la conciencia de las responsabilidades sociales, económicas, políticas y culturales”. Tras la máscara de Valéry, de sus escarceos con el ídolo intelecto, se ocultaba “un ser sensible, cuya afectividad corría el riesgo de degenerar incesantemente; por eso la bloqueó con la violencia conocida”. Moeller encuentra que Valéry fue grande a pesar de sus teorías, que sus poemas, que no pretendían ser poemas, son grandes a pesar de sus teorías. Y que fue el testigo “de un misticismo sin Dios: necesidad de una realidad absoluta, pero también imposibilidad de descubrir esta realidad”. En Saint-John Perse halla Moeller “el fuego que abrasa el corazón del hombre, el que abrasó el corazón de Pascal, pero también el que está presente en el universo”. Esa poesía de los elementos es una “terraza abierta a todos los vientos, donde vemos abrirse caminos que nos llevan de nuevo hacia el universo, hacia el cosmos”.

El sexto y último volumen, Exilio y Regreso, analiza a Marguerite Duras, a Ingmar Bergman, a Valéry Larbaud, a François Mauriac, a Sigrid Undset y a Gertrud von Le Fort. El universo de Durás, según encuentra Moeller, oscila siempre entre dos extremos, el de la desgracia que se abate sobre los seres, en un caso, y el de la elección de esta desgracia, en el otro. “En el vacío de esta fría desesperanza se puede siempre, no obstante, adivinar la voluntad de desprenderse de las ataduras de la pasión mortal, de atravesar un día el espejo: el deseo.” También en el cineasta Bergman el espejo es un instrumento activo del conocimiento. “Permite que uno se interrogue a sí mismo. No refleja juegos ya hechos, sino que, presentándonos la imagen de lo que tal vez somos, de lo que podríamos ser, ayuda a reflexionar sobre el sentido de la vida.” El espejo y la ternura son, para Moeller, elementos esenciales en la obra del director sueco. En ciertos momentos privilegiados, solamente la ternura puede “romper la pesadilla de la soledad humana y del silencio de Dios”. En Valéry Larbaud, en su obra Barnabooth, destaca Moeller el deseo de recuperar el espíritu de la infancia, el cual “torna al hombre disponible ante Dios, le restituye la facultad de humilde acogida, por la que el alma del hombre se abre a las luces de lo alto”. Mauriac, en medio del drama que la esperanza cristiana debe enfrentar, drama hecho de la desesperación existencial, de la angustia de los cristianos extraviados en la jungla de los sentidos y del dolor, nos confía, por medio de uno de sus personajes, este secreto que Moeller juzga esencial: “Sí, Michéle, ahora sé que existe el amor en este mundo; pero está crucificado, y nosotros con él”. El amor y la Cruz están también en el núcleo de la obra de Sigrid Unsedt, cuya trilogía Christine Lavransdatter (La corona, La mujer, La cruz) es analizada aquí. Después de haber conocido el camino “agreste” de la rebeldía, Christine regresa al camino de la casa del padre —y del Padre— comprendiendo el simbolismo de la cruz que su padre le había regalado una vez. Y esta cruz, aceptada, “se hace fuente de comunión con todos los hombres, reinvención del vínculo de amor divino que une a todos los hombres entre ellos, en Dios, y del que proceden los amores humanos”. En la obra de Gertrud von Le Fort se enfrentan el amor de quien entrega su vida y la rebeldía de quien hace del ateísmo
una mística. En El velo de Verónica, integrada por las novelas Las fuentes de Roma y La corona de los ángeles, von Le Fort analiza “con increíble penetración la coordinación entre fe e incredulidad, entre Iglesia y mundo ateo”, para concluir que “el abismo que separa a creyentes y ateos nunca será franqueado”. Y esa “necesidad de unidad, sobre todo en el momento en que descubrimos la dimensión planetaria de los problemas culturales y políticos”, von Le Fort la imagina siempre frustrada: “Su obra demuestra que es imposible realizar de modo duradero un único Imperio que domine el mundo”.

Obras en español
  • · Literatura del siglo XX y cristianismo. Tomo I. El silencio de Dios. Editorial Gredos, Madrid, 1954. Traducción de Valentín García Yebra
  • · Literatura del siglo XX y cristianismo. Tomo II. La fe en Jesucristo. Editorial Gredos, Madrid, 1955. Traducción de José Pérez Riesco
  • · Literatura del siglo XX y cristianismo. Tomo III. La esperanza humana. Editorial Gredos, Madrid, 1958. Traducción de Valentín García Yebra
  • · Literatura del siglo XX y cristianismo. Tomo IV. La esperanza en Dios nuestro Padre. Editorial Gredos, Madrid, 1960. Traducción de Valentín García Yebra
  • · Literatura del siglo XX y cristianismo. Tomo V. Amores humanos. Editorial Gredos, Madrid, 1975. Traducción de Valentín García Yebra
  • · Literatura del siglo XX y cristianismo. Tomo VI. Exilio y Regreso. Editorial Gredos, Madrid, 1995. Traducción de Soledad García Mouton y Valentín García Yebra
  • · Sabiduría griega y paradoja cristiana. Ediciones Encuentro, Madrid 2008. (1ª traducción en Editorial Juventud, Barcelona, 1963. Traducción de María Soledad Raich Ullán)
  • Mentalidad moderna y evangelización. Editorial Herder, Madrid, 1964. Traducción de Enrique Martí Lloret
Fuente: Artículo Charles Moeller en español. Enciclopedia Wikipedia.