martes, 14 de agosto de 2018

MANDRIONI Y UN TEXTO PROFÉTICO


Esto escribía Héctor D. Mandrioni a modo de prólogo a la segunda edición de su libro “La Vocación del Hombre”.
Tras agradecer a los lectores y a la prensa por el éxito de la primera edición decía:

Tal vez sea este un testimonio más de la vigencia entre nosotros de aquella manera de pensar y sentir que aún cultiva el respeto, la veneración y el pudor ante el misterio de las cosas y de las personas. Solo a partir de este modo de pensar y sentir puede prosperar “aquello” capaz de salvar en esta hora, en la que la humanidad entra, cada vez con un paso más acelerado, en la zona del peligro. La región del peligro no es tanto el espacio donde es posible la catástrofe atómica, cuanto aquella región donde solo impera el pensar exclusivamente calculador.
La Vocación del hombre seguirá manteniendo un sentido, en la medida que se guarde la distancia esencial que media entre el “encuentro específicamente humano” y el simple choque de las ratas con los estímulos eléctricos en el “laberinto”. Mientras el hombre se interprete a sí mismo sobre la base de los modelos mecánicos de la cibernética y de los esquemas “miomórficos” del comportamiento animal, será absorbido, individual y colectivamente, por las potencias oscuras.
Conocimiento reflexivo y meditativo, ideal de vida, encuentro intersubjetivo personal, valores y autodecisión, solo cobran sentido desde la interioridad espiritual. La fascinación exclusiva y unilateral de lo mecánico, la cifra o número operativo convertido en el “logos” de la actual voluntad de poder, y el intento de querer crear un destino historial sobre la base de una hegemonía del lenguaje científico-técnico, constituyen, hoy, la dimensión más peligrosa de la humanidad.
Pero, por singular paradoja, el camino que arrastra a la zona de peligro, tal vez, favorezca el surgir y prosperar de aquello que salva. La misión de ser hombre implica esta especial aventura: poder sacar de su choque contra la adusta roca del peligro un nuevo ascenso en su ser. Así lo expresan estas palabras de Hölderlin:

“La ola de la vida no rompería tan alto en espuma
convirtiéndose en espíritu,
si no se le opusiese la vieja y sorda
roca del destino”

Villa Malcolm, agosto 8 de 1967.

Monseñor Doctor Héctor Délfor Mandrioni nació en la localidad bonaerense de Roque Pérez el 13 de febrero de 1920.
Fue ordenado sacerdote el 6 de diciembre de 1942. Su ministerio sacerdotal se inició en la parroquia del Tránsito de la Santísima Virgen, en el barrio porteño de Balvanera, como vicario cooperador de 1942 a 1947. Desde este último año hasta su fallecimiento, se desempeñó como capellán de las Hermanas de San José (Gurruchaga 1040) donde tenía su domicilio.
Pensador y filósofo se doctoró en la Universidad Nacional de La Plata y amplió y profundizó sus estudios en las universidades de Munich, Tübingen, Heidelberg y Freiburg.
Dictó cátedra en distintas universidades y profesorados argentinos. Miembro de la Sociedad Argentina de Fenomenología y Hermenéutica, se desempeñó como evaluador del CONICET en la Comisión Asesora de Filosofía, Pedagogía y Psicología. Miembro honorario del Instituto de Filosofía de la Facultad de Derecho de la Universidad de Lomas de Zamora, y profesor de la Pontificia Universidad Católica Argentina “Santa María de los Buenos Aires”. Fue fundador, junto con Bernhard Welte, del programa de cooperación intercultural Stipendienwerk Lateinamerika-Deutschland, que actualmente dirige el profesor Peter Hünerman.
Autor de numerosos libros, entre otros: Introducción a la Filosofía, Max Scheler. El concepto de “Espíritu” en la antropología scheleriana. Hombre y Poesía. La vocación del hombre. Rilke y la búsqueda del fundamento. Sobre el amor y el poder. Filosofía y Política. Pensar la técnica.
En ocasión de la celebración de sus 80 años, fue editado un libro de homenaje titulado “Pensamiento, poesía y celebración” y a comienzos de 1991 se había publicado “Vigencia del filosofar”, que reunía el aporte de 28 colaboradores, más un artículo escrito por el mismo homenajeado.
     Es de destacar su vinculación y trabajo conjunto con personalidades como Stanislas Breton y Paul Ricoeur. También, la correspondencia mantenida con Paul Claudel a raíz de su libro “El significado de la Anunciación a María”.
     El 8 de marzo de 1991 el Santo Padre Juan Pablo II lo distinguió con el título pontificio de Prelado de Honor de Su Santidad.
Falleció en Buenos Aires el 2 de febrero de 2010.

jueves, 9 de agosto de 2018

miércoles, 8 de agosto de 2018

JORGE MANRIQUE Y LAS COPLAS A LA MUERTE DE SU PADRE




COPLAS A LA MUERTE DE SU PADRE (Fragmentos) 


Recuerde el alma dormida, 
avive el seso y despierte 
contemplando 
cómo se pasa la vida, 
cómo se viene la muerte 
tan callando, 
cuán presto se va el placer, 
cómo, después de acordado, 
da dolor; 
cómo, a nuestro parecer, 
cualquiera tiempo pasado 
fue mejor. 

Pues si vemos lo presente 
cómo en un punto se es ido 
y acabado, 
si juzgamos sabiamente, 
daremos lo no venido 
por pasado. 
No se engañe nadie, no, 
pensando que ha de durar 
lo que espera, 
más que duró lo que vio 
porque todo ha de pasar 
por tal manera. 

Nuestras vidas son los ríos 
que van a dar en la mar, 
que es el morir; 
allí van los señoríos 
derechos a se acabar 
y consumir; 
allí los ríos caudales, 
allí los otros medianos 
y más chicos, 
y llegados, son iguales 
los que viven por sus manos 
y los ricos. 
… 

Este mundo es el camino 
para el otro, que es morada 
sin pesar; 
mas cumple tener buen tino 
para andar esta jornada 
sin errar. 
Partimos cuando nacemos, 
andamos mientras vivimos, 
y llegamos 
al tiempo que fenecemos; 
así que cuando morimos 
descansamos. 

Este mundo bueno fue 
si bien usáramos de él 
como debemos, 
porque, según nuestra fe, 
es para ganar aquél 
que atendemos. 
Aun aquel Hijo de Dios, 
para subirnos al cielo 
descendió 
a nacer acá entre nos, 
y a vivir en este suelo 
do murió. 

Ved de cuán poco valor 
son las cosas tras que andamos 
y corremos, 
que en este mundo traidor, 
aun primero que muramos 
las perdemos: 
de ellas deshace la edad, 
de ellas casos desastrados 
que acaecen, 
de ellas, por su calidad, 
en los más altos estados 
desfallecen. 

Decidme: la hermosura, 
la gentil frescura y tez 
de la cara, 
el color y la blancura, 
cuando viene la vejez, 
¿cuál se para? 
Las mañas y ligereza 
y la fuerza corporal 
de juventud, 
todo se torna graveza 
cuando llega al arrabal 
de senectud. 

«No tengamos tiempo ya 
en esta vida mezquina 
por tal modo, 
que mi voluntad está 
conforme con la divina 
para todo; 
y consiento en mi morir 
con voluntad placentera, 
clara y pura, 
que querer hombre vivir 
cuando Dios quiere que muera 
es locura. 

Oración: 

Tú, que por nuestra maldad, 
tomaste forma servil 
y bajo nombre; 
tú, que a tu divinidad 
juntaste cosa tan vil 
como es el hombre; 
tú, que tan grandes tormentos 
sufriste sin resistencia 
en tu persona, 
no por mis merecimientos, 
mas por tu sola clemencia 
me perdona.» 

Fin: 

Así, con tal entender, 
todos sentidos humanos 
conservados, 
cercado de su mujer 
y de sus hijos y hermanos 
y criados, 
dio el alma a quien se la dio 
(en cual la dio en el cielo 
en su gloria), 
que aunque la vida perdió 
dejónos harto consuelo 
su memoria. 


Dos tendencias —la que se mueve de una lamentación privada hacia una meditación genérica, y la que va de una apreciación valorativa de la muerte hasta una actitud puramente negativa— se hallan representadas en (el texto) de la Dança general de la Muerte[1]; idénticas directrices, de signo contrario, empero, las encontramos en uno de los más famosos poemas hispánicos de todos los tiempos, las Coplas que fizo a la muerte de su padre, de Jorge Manrique. Encarna este autor (h. 1440-1479), en la mayoría de sus facetas, al tipo de poeta aristocrático de su tiempo. Escribió sus obras en los momentos que su activa vida le dejaba libres —se trata de un soldado que murió en campaña— y sus poemas, de los que conservamos alrededor de cincuenta, versan en su mayor parte de temas amorosos. 

En éstos empleó Manrique los conocidos recursos de los poetas de cancionero. Construye una esparsa[2] a base de juegos de palabras, y en dos poemas (un acróstico y una variante de dicho género) incorpora el nombre de su esposa Guiomar —nótese de paso que se trata de poesías de amor cortés pero dentro del matrimonio—. Las canciones de Manrique revelan gran habilidad técnica y valen más en su conjunto que sus esparsas; sus decires —más largos, desde luego— están igualmente logrados, pero su mayor interés reside en los temas y las imágenes. De la profession que hizo en la orden del Amor emplea hábilmente la metáfora de una orden religiosa para subrayar la devoción amorosa del poeta: los votos de pobreza y obediencia siguen sin cambiar, pero la castidad se sustituye por la constancia. En dos poemas más, la metáfora amorosa no proviene de la religión sino de la guerra: se trata del castillo y del asedio. En la Escala de amor, la beldad y la mesura de la amada escalan el muro de la libertad del poeta, abriendo paso luego para el amor. El Castillo de amor, poema más largo en octosílabos con pie quebrado, emplea de manera distinta la misma imagen fundamental: el poeta es vasallo de la amada, y defiende el castillo de su amor contra la mudanza, el olvido y otros enemigos, sin olvidar que describe al castillo alegórico del amor con todos los pormenores de una auténtica fortaleza medieval. 

Además de sus poesías amorosas y de las famosas Coplas, Manrique compuso tres poemas satírico-burlescos, dos de ellos de gran interés. Las Coplas a una beuda nos muestran a una mujer borracha que dejó su falda en prenda para comprar más vino; la mayor parte del poema la constituye su rezo a varios santos. El asunto y la actitud del autor nos recuerdan al Arcipreste de Talavera, pero la técnica de los dos autores es distinta. Un combite que hizo a su madrastra (que era también su cuñada) revela a la vez una marcada malevolencia que debe ser resultado de graves disensiones dentro de la familia, además de una fértil imaginación satírica: 

Entrará vuestra merced, 
porqu’es más honesto entrar, 
por cima d’una pared 
y dará en un muladar. 
Entrarán vuestras donzellas 
por basco d’un albollón, 
hallaréys luego un rincón 
donde os pongáis vos y ellas [...] 

Y el arroz hecho con grasa 
de un collar viejo, sudado, 
puesto por orden y tasa, 
para cada uno un bocado; 
por açúcar y canela, 
alcrevite por ensomo, 
y delante el mayordomo 
con un cabo de candela. 
(págs. 81-85)[3]


Aun de no habernos dado las Coplas, tendríamos que considerar a Manrique como uno de los poetas de mayor importancia en el reinado de Enrique IV. 

Murió el padre del poeta, Rodrigo Manrique, en 1476, pero las Coplas se compusieron probablemente poco antes de la propia muerte del autor. Escritas en octosílabos con versos de pie quebrado, contienen los tópicos doctrinales y retóricos de la Edad Media, lo que las priva de una originalidad intelectual que compensa con creces su fuerte pathos emotivo. Se inicia el poema con unas consideraciones de tipo general en torno a la vida y la muerte; presenta luego algunas siluetas de hombres ilustres ya desaparecidos, para enfrentarnos, por último, con el más recientemente finado, don Rodrigo. Las alusiones a los muertos famosos constituyen otro caso más del conocido tópico de ¿Ubi sunt?[4], pero Manrique, a diferencia de muchos autores medievales, alude a los hombres del pasado reciente, tan conocidos a sus lectores que puede prescindir de los nombres de muchos de los difuntos. Nos ofrece una vivaz evocación de la vida de la corte, y aun es muy posible que su descripción de las justas y fiestas recuerde unas fiestas famosas, las de Valladolid en 1428. Después de aludir a la Castilla del siglo XV, el poeta nos presenta a su padre visto a través de la comparación con famosos personajes de la historia romana, compartiendo la cualidad de más relieve que ofrece cada uno, para terminar presentándolo por sí mismo. Cierra el poema la visita respetuosa de la Muerte a Rodrigo, quien la recibe como la corona a una existencia virtuosa. Tal vida —nos dice el poeta— alcanza la fama; ésta, en realidad, se marchita, no obstante, dejando lugar a «estotra vida tercera»: la del cielo. Don Rodrigo ha conseguido a la vez la salvación y la fama, en lo que se fundamenta el consuelo de sus familiares. 

La imagen que domina las Coplas es la del viaje: las vidas individuales son ríos que fluyen hacia el mar; todos los hombres, si se escapan de la celada tendida por la Muerte en medio de sus placeres, llegan al arrabal de la senectud; la Muerte invita a don Rodrigo a partir con buena esperanza. Dentro del cuadro de esta imagen primordial se colocan otras: el fuego, el rocío, la hierba (el origen bíblico de ésta queda patente). Las dos últimas son imágenes de lo transitorio de la vida en este mundo (…). 

Profundamente afectado por el fallecimiento de su padre (quizá también por las premoniciones de la suya propia), le era urgente el resolver los problemas tanto de tipo intelectual como emocional que aquélla le planteaba, y alcanza salir victorioso en su búsqueda de consuelo de un modo que habría sido frecuente en la temprana Edad Media, pero que era inusitado en los tiempos turbulentos y angustiados de Enrique IV. Se vuelve, pues, Manrique hacia una posición más primitiva y equilibrada, si la cotejamos con el pesimismo del otoño medieval visible en la Dança. El único aspecto en el que las Coplas revelan cierto influjo del Renacimiento es quizá el acento que se coloca sobre la fama en cuanto premio a una vida virtuosa, aunque este matiz aparezca decididamente subordinado a consideraciones religiosas características de la Edad Media. 

Los tópicos empleados por Manrique no ocultan sus propias emociones, sino que las expresan gráficamente, y hasta es posible que éstas fueran algo más complejas de lo que parece a primera vista. Ya hemos comentado el poema satírico dirigido a la madrastra-cuñada del poeta, y su probable origen en disensiones familiares que habrían aumentado con el tiempo. Es posible que las bodas del poeta y su padre con dos hermanas provocasen emociones ambivalentes, y que el dolor que le ocasionó la muerte del padre fuese complicada por el remordimiento a causa de disensiones pasadas. Todo esto queda en un terreno de hipótesis interpretativa, pero lo cierto es que, de haber semejante conflicto de emociones, la necesidad de una resolución artística del problema sicológico resultaría más urgente.[5] 



[1] La Dança general de la Muerte, compuesta en castellano a finales del siglo XIV o ya en el XV, y su versión ampliada impresa en Sevilla en 1520, no van, sin embargo, acompañadas de tales ilustraciones; quizá sea esto la razón por que hacen menos hincapié en la corrupción física, aunque presenten a veces una macabra plasticidad y rezumen pesimismo. Parece que las danzas de la muerte surgieron en Europa en el siglo XIV, y que se hallan emparentadas con el pesimismo universal que invadió los últimos estadios de la Edad Media, obedeciendo a un complejo número de causas, entre las que hay que mencionar el desastre económico y demográfico que produjera la peste negra. Los sermones de los frailes que urgían al arrepentimiento llamaron la atención hacia la idea de la muerte, de modo especial en sus aspectos negativos, pero no se ha dado todavía con una satisfactoria fuente literaria de las danzas de la muerte, cuyo auténtico origen ha de buscarse en el ambiente social e intelectual de la época. 


[2] Esparsa o esparza, es un poema monoestrófico de ascendencia trovadoresca que evoluciona junto a la canción y el villancico. Tiene origen occitano, aunque la forma castellana sólo se remonte a ella indirectamente. Es precursora del madrigal y del epigrama. 


[3] Para más detalle sobre este poema satírico Cf. http://regusto.es/2015/04/26/festin-burlesco-para-una-madrastra/ 


[4] Ubi sunt es un tópico literario mediante el cual el poeta se pregunta por el paradero de los que han muerto. Viene de la frase en latín Ubi sunt qui ante nos in hoc mundo fuere? ("¿Dónde están o qué fue de quienes vivieron antes que nosotros?"). 


[5] Fragmento extraído de A. D. Deyermond, Historia de la Literatura Española 1, La Edad Media, Ed. Ariel, Barcelona, 1999, pp. 341-346.

lunes, 6 de agosto de 2018

Un poeta y un poema


Amado Nervo
(27 de agosto de 1870 Tepic, México - +24 de mayo de 1919 (48 años), Montevideo, Uruguay
Amado Nervo, seudónimo de Juan Crisóstomo Ruiz de Nervo y Ordaz, fue un poeta y prosista mexicano, perteneciente al movimiento modernista. Fue miembro correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua, no pudo ser miembro de número por residir en el extranjero.
Poeta, autor también de novelas y ensayos, al que se encasilla habitualmente como modernista por su estilo y su época, clasificación frecuentemente matizada por incompatible con el misticismo y tristeza del poeta, sobre todo en sus últimas obras, acudiéndose entonces a combinaciones más complejas de palabras terminadas en "-ismo", que intenta reflejar sentimiento religioso y melancolía, progresivo abandono de artificios técnicos, incluso de la rima, y elegancia en ritmos y cadencias como atributos del estilo de Nervo.
El sonoro nombre de Amado Nervo, frecuentemente tomado por seudónimo, era en realidad el que le habían dado al nacer, tras la decisión de su padre de simplificar su verdadero apellido, Ruiz de Nervo. Él mismo bromeó alguna vez sobre la influencia en su éxito de un nombre tan adecuado a un poeta.





EN PAZ

Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida,
porque nunca me diste ni esperanza fallida,
ni trabajos injustos, ni pena inmerecida;

porque veo al final de mi rudo camino
que yo fui el arquitecto de mi propio destino;

que si extraje las mieles o la hiel de las cosas,
fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas:
cuando planté rosales, coseché siempre rosas.

...Cierto, a mis lozanías va a seguir el invierno:
¡mas tú no me dijiste que mayo fuese eterno!

Hallé sin duda largas las noches de mis penas;
mas no me prometiste tan sólo noches buenas;
y en cambio tuve algunas santamente serenas...

Amé, fui amado, el sol acarició mi faz.
¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!