sábado, 6 de mayo de 2017

Julien Green y una página de su autobiografía


Julien Green a los 47 años
Green fue un autor muy prolífico. Vivió y escribió mucho. Además de sus novelas y obras de teatro, dejó un extenso diario que abarca desde 1919 hasta 1998, el año de su muerte, y una autobiografía en cuatro volúmenes de la cual el primero lleva por título "Partir antes del día".

En esta primera parte se desgranan recuerdos que pertenecen a su infancia de entre los que seleccioné el que sigue abajo.

Entre 1904 y 1910, los Green viven en el nº 93 de la calle de Passy en París. Ese es el escenario de este recuerdo junto a los que en él se mencionan.


"Todas las mañanas iba con mis hermanas Retta y Lucy hasta el colegio Santa Cecilia, que sólo se encontraba a unos ocho o diez minutos de nuestra casa pero constituía, para mí, un trayecto de aventura y de fascinación. Prime­ro, debíamos subir hasta la plaza de Passy



donde dos óm­nibus amarillos aguardaban siempre, con sus percherones de fuertes ancas y sus cocheros de voces rudas que habla­ban entre ellos a los gritos para dominar el ruido de los coches. A mi parecer, allí todos gritaban y caminaban más rápidamente que en ninguna otra parte y era el lugar del atropellamiento general, con mujeres portadoras de cestas, repartidores, gente apurada por ir hacia la izquierda y gente apurada por ir hacia la derecha, todo en un am­biente de buen humor y de peligro ante los ojos muy abiertos de las viejas casas que miraban con aire impa­sible, desdibujando sus hombros en el cielo.

Luego venían la calleja Duban y el fantástico bazar atiborrado de juguetes hasta sus oscuras profundidades pero delante del cual no había que detenerse pues era preciso correr hacia la escuela; y venía también la plaza Chopin con su oficina de correos, al fondo de un bonito jardín muy arbolado: era la frontera del ruido. La calle Singer: que era la inmediata, estaba casi siempre vacía



Había que empujar una verja para encontrarse en un patiecito más allá del cual dos escaleras rústicas, de cemento y guijarros, como brazos tendidos para ceñir, rodeaban una gruta. Por la derecha o por la izquierda, como se quisiera, era dable subir hasta un largo jardín donde matas y árboles ocultaban paredes enjalbegadas. Ignoro el por­qué, pero no hay, entre todas las mañana de mi vida nin­guna que recuerde con mayor claridad. Era fresco el aire y hubo un momento en que permanecí totalmente inmóvil escuchando el ruido que alguien hacía por allí al golpear una alfombra. En el mismo instante llegó hasta mí el sonido de un piano que tocaba una de las páginas favo­ritas de mi hermana Mary. (Mucho después supe que se trataba de La Marche Turque de Mozart.) Escuché, casi con seguridad, con la boca abierta por la sorpresa y por efecto de la atención.



Al hablar de estas cosas, me parece que el tiempo des­aparece y que de nuevo estoy allá, en ese jardín que ya no existe. Sentía el aire fresco en mis mejillas, y se alojaba en mi mente un pensamiento que no lograba formular. El ruido con que batían una alfombra y aquella música vivaz, que sin embargo ponía un poco triste y que sonaba a lo lejos, ¡cuán presentes los tengo hoy! ¡Cuán extraño era, era muy extraño lo que yo experimentaba, sin poder expresarlo, cuán extraño hallarme en el jardín, apoyados mis pies en la tierra y con ese frescor del aire en mi rostro y en el corazón, algo recóndito que era la dicha de vivir, cuando no sabía qué significa vivir.

En las celdas de carmelitas hay un letrero con estas palabras: "Hija mía, ¿qué has venido a hacer aquí?" pregunta que Dios hace al alma de las religiosas, la for­mulaba, a su manera, con toda la dulzura y la delicadeza del amor, al alma de un niño que sólo podría compren­derla mucho después y cuya celda era el mundo. Dios habla con extremada suavidad a los niños, y cuanto tiene que decirles lo dice, muy a menudo, sin palabras. La creación le procura el vocabulario que necesita: las hojas, las nubes, el agua que corre, una mancha de luz. Es el lenguaje secreto que no se aprende en los libros y que los niños dominan. Por eso se les ve detenerse de pronto en medio de sus ocupaciones. Se dice, entonces, que son dis­traídos o soñadores. La educación corrige todo eso y logra que lo olvidemos. Puede compararse a los niños con un vasto pueblo que hubiera recibido un secreto incomuni­cable y que poco a poco lo olvida porque su destino se halla en manos de naciones pretendidamente civilizadas. Hay hombres cargados de ridículos honores que mueren agobiados por el peso de los días, con la cabeza llena de un fútil saber, y que olvidaron lo esencial, aquello de que tuvieron la intuición a la edad de cinco años. En cuanto a mí, he sabido lo que los niños saben y los razonamientos del mundo no han podido arrancarme del todo ese saber inefable. Las palabras no pueden describirlo. Se oculta bajo el umbral del lenguaje y permanece mudo en esta tierra."



Extracto de “Partir antes del día” de Julien Green. Ed. Emecé, Buenos Aires, 1964, pp. 39-41.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario