lunes, 1 de mayo de 2017

Green, Cabanis y la única verdad que importa

Julien Green - José Cabanis
José Cabanis (24 de marzo de 1922-6 de octubre de 2000) fue un novelista, ensayista y magistrado francés nacido en Toulouse y fallecido en Balma. Fue electo en 1990 miembro de la Academia Francesa para el asiento número 20.
Era totalmente desconocido para mí hasta que el deseo de leer las primeras novelas de Julien Green me hizo encontrarlo. Él escribió el Prefacio del primer tomo de sus Obras Completas en la Editorial La Pleiade. Su lectura avivó aun más mi deseo y eso es lo que les quiero compartir. El texto de Cabanis vale en sí mismo pero además cumple el cometido de presentar al gran escritor que fue Green y a sus criaturas. En resumen: lo traduje y aquí se los dejo para que se sientan motivados también ustedes a recorrer las páginas de uno de los mejores escritores del siglo XX. 



PREFACIO 

La dicha de la infancia, que puede iluminar nuestras vidas y nos hace presentir lo que será la eternidad, no podría ser extraña a un escritor sobre el que se ha posado la mano de Dios. Es incluso un signo por el que se reconoce a esos escritores. Julien Green se cuenta entre ellos; ha dicho que todos sus libros han nacido de su infancia. «Crecí en una casa donde éramos ocho, todos felices, cantando, riendo...» Le llegaba a pasar de rodar por el piso, loco de felicidad. 

En las novelas que nos dejó, no queda nada de eso. Jamás una familia feliz, en torno a un niño que crece y al que se ama, sino hombres que dan vueltas en un universo hostil, «un pequeño mundo banal y cruel», al que múltiples murallas le cierran las salidas. Este «calabozo» está hecho también de padres y de familia, dice Julien Green, y si no lo hubiera dicho, todos sus libros lo dirían. No era la felicidad lo que tenía que expresar, ni la de la infancia ni la que conoció más tarde, diferente, sin duda, pero intensa. Adrienne Mesu­rat, «novela siniestra», señala, fue escrita «en plena dicha». Él tenía que escribir para poder decir los tormentos de un prisionero. 

Del encierro en una habitación, de la que la angustia, la soledad y el deseo empujan para salir, se pasa a una casa apenas más grande donde se está condenado a vivir con acompañantes cuya presencia es insoportable y luego, si se llega a encontrar la salida de la casa, será la ciudad misma la que se cierre sobre uno, una de esas pequeñas ciudades de las novelas de Green, donde sólo se encuentran la mediocridad, la envidia y los vicios. Aún situado en Paris, el universo evocado en Naufragio (Épaves) no es menos estrecho, vacío y hondo, y esta vez hasta la náusea. «Estoy cautiva en París...», dice una de las mujeres que encontramos allí. Sin embargo Julien Green conoce la belleza de Paris, y le gusta, como le gusta y conoce la belleza de las ciudades, las aldeas, las campiñas por las que pasa o se aloja. Esos lugares cambiados en prisión, como esas familias desgraciadas, están allí para otra cosa, que concretan o simbolizan, como se quiera. Green cita a Milton, hablando de la «más dura de las prisiones: el Calabozo de Tí mismo». Y ya que estamos con los símbolos, he aquí otro de ellos, en el que no ha pensado sin duda. 

Para cada uno de nosotros, el puño apenas sirve para algo más que golpear. Eso pasa también en las novelas de Green, y los puños allí golpean de buena gana los muebles y los muros. Más frecuentemente el puño se lleva a la frente, a los ojos, al pecho y las sienes como si se tratase de golpearse a sí mismo; ahora bien este no es el caso. El lector se pregunta primero si no es una manera de decir, quizá una confusión del autor, que habría querido hablar de la mano. Sucede también que un personaje de Julien Green tenga el corazón que late como lo haría un puño contra un grueso muro. El retorno obstinado de esta palabra termina por llamar la atención. Las primeras páginas de Moïra son a este respecto sorprendentes. La sorpresa crece si vemos a alguien leer un diario teniéndolo en su puño, secarse «su sudor con su puño cerrado», bajar la escalera «con el puño en el pasamanos», o agarrar «con sus puños un libro abierto». ¿Cómo lo hace? 

Me cuesta creer que esta mano obstinadamente cerrada de las creaturas de Julien Green no sea testimonio de un carácter que les es esencial, como en las pinturas del Medioevo o del Renacimiento una actitud, un detalle del vestido, un objeto que se lleva, revelan cuáles fueron los suplicios de un mártir. Cuando la madre del pequeño Julien Green, por entonces de cuatro o cinco años y acostado en la obscuridad, lo amenazó de una manera aterradora, por un gesto que había sorprendido, se le había aparecido repentinamente de pie al lado de la cama, con «el candelero en el puño». 

El mandamiento bíblico « No matarás » no dominaría ni en su obra ni en su existencia, aunque se mate mucho en sus libros, sino otro, no menos formal. Podemos decir de Green lo que él dice de William Blake: «Fue un muchachito imaginativo y visionario», y de Samuel Johnson «El temor de no pertenecer al número de los elegidos agravaba la pena de este hombre escrupuloso y atormentado». Cuando se está obsesionado por ello, casa, ciudades, familia, niñez, y sobre todo uno mismo, con esos deseos condenados que lo habitan, se transforman en una prisión estrecha, hecha de prohibiciones que vuelven loco. La seguridad apacible que propondría una cierta dicha no es nada: es necesario partir. En vano se buscaría otro tema, en las primeras novelas de Julien Green. «Bajando la escalera detrás de su madre cuyos tristes mechones grises revoloteaban sobre los delgados hombros, Ulrica decidió de pronto que iba a irse» (Le Malfaiteur [El Malhechor]). La niñita de Medianoche (Minuit) juega a imaginarse «que se encuentra en otra parte del mundo, y que es otra persona». La huída de un lugar cerrado, la huída de uno mismo, da igual, ese es el tema siempre reiterado de estos libros que son el relato de partidas largamente meditadas, o repentinamente resueltas, de evasiones que fracasan. Porque la esperanza de la libertad no es razonable. «Quisiera escaparme de aquí», dice la novelista de Varouna. Se prepara apresuradamente una valija que no se llevará demasiado lejos, y que a veces es sólo un gesto esbozado: «Ella llegó sólo a poner algunas cosas en una valija que empujó bajo su cama, pero su proyecto se detuvo allí» (Si yo fuera ud….[Si j'étais vous...]). O bien, más sutilmente, se inventa un amor salvador, pero que es imposible: «¿Por qué tengo que amar a alguien como ese que no puede amarme?» (El Malhechor [Le Malfaiteur]). Adriana Mesurat, «vigilada» por su padre, y pasando los dos brazos por los vidrios de una ventana, simula la evasión. Ella también se había construido un gran amor que la liberaría, e iba a ver continuamente si la puerta o el portón estaban cerrados con llave. Con Leviatán, todo termina por ordenarse alrededor de esta obsesión: escaparse. En la primera novela publicada de Julien Green, un fuego que vemos a lo largo de todo el libro, ya agonizante ya reanimado, en las chimeneas de la casa, llega a quemarla por entero, y Mont-Cinère guarda así su presa en sus escombros. Se ha querido ver aquí la novela de la avaricia, pero no se trata en ella de una mujer que posee una mansión sino de esta mansión que la posee a ella y no la soltará. Si j'étais vous... (Si yo fuera ud.) expresa la misma idea fija: salir, evadirse por fin de sí mismo, y tomar el lugar de otro. Se lo logra, y se invocará muy pronto al mismo Infierno para ser liberado de nuevo. En vano, porque las puertas que puede abrir no llevan a la libertad, el Demonio es «el ángel de las soledades», y el puño queda cerrado sobre su víctima, como sobre el cuello de una bestia que se degüella. 

Sucede que el prisionero mira su prisión como nosotros podemos mirar las de Piranesi: no se saldrá de allí, pero la imaginación puede inventar perspectivas, escaleras, balcones, escalas, pisos que se suceden, salidas. La escalera que gira y sube, y de la que no se ve el final, es un decorado preferido en las novelas de Green. No es casualidad que se le haya regalado al niño de Voyageur sur la terre (Viajero sobre la tierra) uno de esos grabados de Piranesi, que inmediatamente lo había dejado atónito. 


Piranesi: Cárceles Imaginarias
La prisión más sórdida se transforma de este modo en «un lugar extraño, situado ni del todo en el sueño, ni del todo en la realidad». Basta con persuadirse de que nada es absolutamente verdadero, que esta vida reclusa tiene más de sueño que de vigilia, y que uno se evadirá de ella refugiándose en un sueño en el que lo esperan las quimeras deseadas. Los seres que «bajan la cabeza por el tedio como otros lo hacen por la fatiga», condenados a «existencias restringidas hasta en los actos más insignificantes», pueden soñarse como otros y en otra parte. 

La evasión parece posible. Se da la espalda a una realidad que se detesta, para alcanzar «países lejanos» donde se conocerá sin duda una dicha real, si esos países no son dichosos. El mismo Julien Green ha calificado de extravagante su novela Le Visionnaire (El Visionario). Eso es reconocer que él participaba del sueño y del fantasma, no desembocaba en una realidad, ni daba testimonio de ella. Cinco páginas admirables abren este libro, y dicen su secreto: el narrador posee allí «el don maravilloso de ver las cosas tal como no son». Lo invisible entrevisto aquí es entonces imaginario. Nadie está obligado a creer que «la voz» que habla a veces al narrador se deja oir en otro lugar distinto al de una mente quimérica. Si él cuenta que alguien, al que no se ve, «se mantenía cerca suyo», ello puede ser solamente un fantasma que él suscita, y toda la vida nueva que se ha dado ser sólo un sueño. En L'Autre Sommeil (El otro sueño), se sueña con los ojos abiertos, y el «universo invisible» que se visita allí se desvanecerá, se sabe, con el sortilegio que lo ha hecho nacer. 


Dans Minuit (Medianoche), este mundo que no existe es llamado «el Palacio de ninguna parte»: es «la fortaleza del alma», «verdadero refugio contra los terrores de la vida», y para acceder a él no hay ninguna necesidad de evadirse ni huir: «Vamos a quedarnos aquí, pero en lugar de estar tristes, vamos a ser felices... La vida más banal se transforma en una aven­tura... ¡Con tal que cultiven el gusto de lo invisible!» El que dice estas frases fascina a los que se le acercan y les da la paz : «Todo está en otra parte, mis amigos, todo lo que es verdadero está en otra parte.» Julien Green notaba, mientras escribía este libro, que este personaje hablaba «un poco como hubiera podido hablar él mismo», y todo este libro, sin embargo, no es más que un «largo sueño». Es una liberación de lo que nos encierra, en lo imaginario. La cruz que percibimos allí es sólo el símbolo de la vida espiritual, separada de lo real; no es la afirmación de ninguna verdad. En la última página de Varouna otra cruz es retenida por una «cadena mágica» y estaría entonces en su lugar en la mano de cualquier Encantador, personaje de cuento. En todos sus libros, la salvación está en la ilusión y no es más que ilusión. No se rompen las cadenas del prisionero, pero éste no las siente más. Él no ve más los muros de su celda, su mirada los atraviesa, solamente su mirada. 

Vemos en qué tradición habría podido situarse la obra de Julien Green, si se hubiese quedado allí: participaría de una cor­riente, por lo demás poco abundante, de la literatura francesa orientada de muy buen grado hacia el realismo. Sus primeras novelas habían dado ocasión de citar a Zola y Balzac: «He aquí finalmente un libro objetivo», escribió François Le Grix en 1927 en La Revue hebdomadaire. El año anterior, había felicitado a Julien Green por saber evocar la «vida cotidiana», por «pintar personajes con trazos finos»: es él quien decía que Mont-Cinère abordaba «un gran caso humano: la transmisión de un vicio terrible, la avaricia». A partir de Le Vision­naire (El Visionario) sobretodo, debemos convenir que existía en Julien Green una tendencia totalmente diferente. Gide le anunció que él aportaría sin duda «algo nuevo a la literatura francesa». Maritain le confesó que esta novela lo aterrorizaba, temiendo ver su obra «versar toda entera sobre el sueño». Con Varouna, Green hizo un giro más resuelto hacia lo fantástico, acordándose quizá del «caballo blanco de tres patas» del que habla en su Diario, y que galopa por la noche alrededor de Dakar. Aquí, es un caballo negro que corre sobre el mar. El mundo de lo fantástico progresa aún más en Si j'étais vous... (Si yo fuera ud…) y allí se afirma con un éxito perfecto. 

Eso no era verdaderamente nuevo. El sueño como evasión había sido, incluso en Francia, el tema de algunos novelistas y de muchos poetas. La salvación fuera del mundo por la persecución de «quimeras» ha tentado siempre a los hombres, y algunos habían sabido decirlo. Por lo demás no se engañaban del todo quienes hablaban del «realismo» de Green, quien a este camino de evasión opone el sufrimiento, la vejez y la muerte, tan presentes en su obra, que dicen suficientemente que esta salvación es engañosa. El sueño mismo es una droga peligrosa, del que no se sabe adónde conducirá: este mundo imaginario puede ser liberador, pero también terrible, o las dos cosas a su vez, y la literatura fantástica evoluciona del sueño a la pesadilla. Allí se revive su angustia. De donde esta paradoja: los secuestrados de Green, cuyo sueño debería haberlos liberado, no salen para nosotros de un mundo opresivo, confinado, tenebroso, donde se espere el despertar, aunque más no fuera que para morir, pero al aire libre. Se ha dejado una prisión por otra, uno se ahoga finalmente en estos castillos en el aire, porque no son verdaderos. 

¿Y si existieran? Ante una exposición surrealista, descartando ciertos procedimientos demasiado sistemáticos, Green se preguntaba si este arte de lo fantástico no comunicaba, ya no con un sueño o una pesadilla, sino con «una realidad poderosa», del dominio aquí del inconsciente, pero que se podría reencontrar en otra parte, despojada de sus colores fúnebres, en esas praderas felices que atraviesan las «aguas refrescantes» donde el Buen Pastor lleva a beber a sus rebaños. Alrededor de sus treinta años, Green evoca el castillo de Versailles «tal cual es espiritualmente», es decir, distinto del que se puede ver. Pero no sabemos aún si hay que tomar el verbo ser en su sentido más fuerte. Tal vez, se preguntaba Green, el «mundo exterior» no existe, «todo está en otra parte», era sólo una interrogación. Si desde sus quince años estaba «enamorado» del «mundo invisible», la realidad de este mundo en su obra, hasta Moïra, sigue siendo un problema. Sin embargo, hacerse la pregunta era dar un paso más. 

Podemos decir decir que todo anunciaba una tercera etapa en esta obra, pero del mismo modo que un acontecimiento puede parecer inevitable cuando ya se produjo. Hubo sin duda una evolución, ya perceptible en ciertas novelas anteriores, pero que no era necesaria, y más que de evolución habría que hablar de mutación. No es permitido fecharla en aquél día de noviembre de 1934 en el que Julien Green estaba solo, y en el que «alguien estuvo detrás suyo durante casi un minuto... un poco a la derecha». Lo que llamamos el mundo real se cambió desde entonces en apariencia que es necesario descartar para acceder al mundo invisible, el único verdadero. La huída no fue más imaginaria, el sueño un narcótico que se toma para ilusionarse, la evasión destinada al fracaso. Es entonces que Julien Green hace realidad la predicción de André Gide, aportando «algo nuevo a la literatura francesa». 

Él señala que habría podido ubicar en el encabezamiento de Moïra esta frase de un religioso: «El obrar de las criaturas es un velo que recubre los profundos misterios del obrar divino.» En el joven pelirrojo protagonista de esta historia y en quien Julien Green puso tanto de él mismo, existe la fuerza insuperable de un deseo que se explica mal, pero que experimenta con tanta violencia que lo hace nacer en los otros. El deseo atraviesa de un extremo a otro, como un río de fuego, la vida de este hombre. Se lucha con él, se lo golpea, porque se lo desea, se mata porque parece más allá del deseo que provoca, y él mismo mata lo que desea. La brutalidad y la muerte, ligadas a la sensualidad, los golpes que da y recibe este joven fanático, la sangre que derrama dicen suficientemente que el mundo de la carne es una realidad, y que puede domi­nar una vida. Pero otro río corre allí. El asesinato que culmina este libro no cierra el destino de aquél que lo comete. La religión era para él «el gran asunto», e incluso «sumergido en el pecado hasta los ojos», él sabía que Dios es un «brasero» en el que se quema de gozo, mientras que el infierno es sólo un brasero «encendido por la ausencia de Dios». Esta historia de un asesinato no es menos una historia religiosa, la de un alma que se ha entregado a Dios y a quien nada sucede que no la ponga en relación, a pesar de todo, con lo que cree exigido de ella por Dios. Aquí, «el mundo sobrenatural es el mundo de la verdad». 

Lo invisible que fue para Green, al menos en sus obras novelísticas, confundido con lo imaginario, un lugar en el que se desaparece pero que seguía perteneciendo al dominio de lo irreal, y a veces de la magia, aparece finalmente como una realidad sólida diversa de las pequeñas peripecias, tan dramáticas o emocionantes como fueran, de una vida que se reduce a casi nada, comparada con la in­mensidad del universo y de los siglos que la han precedido y la suce­derán. Se accede a la eternidad. El ser más desgraciado y despreciado llega a ser, al mismo tiempo, único e irreemplazable, si se sitúa y se mira en relación a ese otro mundo, al punto tal que, por él solo, Dios habría venido a hacerse crucificar. Los humanos se debaten y sufren en un corto espacio, de su nacimiento a su cercana muerte, pero sus pobres aventuras merecen ser contadas, si la luz de la verdad las ilumina. Así cada uno camina hacia esta luz «en su noche»: es casi el título de otra novela de Green. 

Vemos en ella a un joven muy común, si no fuera porque posee, él también, un cierto encanto que lo hace irresistible, y del que intenta recoger con gozo los beneficios. No es tampoco un puritano. Las iniciativas amorosas de Wilfred son la trama de este libro, pero esto se juega en otro plano. Wilfred es llamado por un tío al que apenas conoce y que va a morir. Una fuerza que viene de otra parte, y que «lo posee», le hace encontrar en ese momento palabras que lo asombran: «Todo está bien», dice al aterrorizado agonizante. Le da una paz que él mismo no comprende. Más tarde lo llama un amigo, que se ha envenenado, y él le comunica una fe de la que constata muy poco los efectos en su propia vida. «Alguien más fuerte que él se le ha unido.» Obra «en lugar de un otro». Los fantasmas se han disipado, y otro mundo, que aflora, existe. 

Comprobamos en la obra de Green un cambio de naturaleza. No se puede pasar insensiblemente de lo imaginario a la realidad, a la única realidad que salva. Lo invisible es desde ahora lo contrario de la evasión por el sueño y lo fantástico. Se los buscaba, se quería sumergirse en ellos para olvidar la vida, mientras que se sufre lo in­visible, casi se le huye, pero él no nos suelta, con la única condición de no renegar de él. Un tal Max, que por otra parte pregunta a Wilfred si no lo toma por el Diablo, le había propuesto «liquidar lo sobrenatural», y «desafiar a la religión durante algún tiempo». Del mismo modo Gide había sugerido a Green hacer una experiencia, «un giro para el lado del demonio». Wilfred sigue tras las mujeres y muere en la puerta de un burdel, pero había rechazado la última tentación. A pesar de él, casi sin él, ayudó a los otros, en su propia noche y en la de ellos, a pasar al mundo donde nada miente. 

Esto sería simple si el otro mundo, el de aquí, aun mintiendo, no conservara toda su fuerza, su realidad apremiante de la que no se puede dudar. Él propone una salvación a su modo, no una evasión, sino una delectación de sí mismo, que aunque a veces lenta, no por eso deja de abrir ciertas puertas al secuestrado cansado de su prisión. En Sud (Sur) una niña todavía inocente dice: «No me digas que Dios me ama, eso me molesta. Yo quiero ser amada por los hombres.» El amor es el tema de esta obra, allí se ama al que no corresponde a ese amor, el cual ama, a su vez, a quien no lo ama, y esto con una realidad incontestable ya que por ello se muere. Sin duda sabemos que, pasada la oscura puerta, habrá consuelo: casi sobre esta palabra cae el telón. Pero el cuerpo hasta el final no está convencido, reclama su deuda y sangra: es que «el orden invisible» del que se trata en Moïra no le concierne. 

Él también pretende conocer el secreto que libera. Le basta una mano. Me ha parecido que el puño cerrado significaba el mundo cerrado de los personajes de Green, la prisón que los cerca, y la que son cada uno para ellos mismos. He aquí que la mano se abre, como signo de la liberación, la que procura el gozo de los cuerpos. «¿Entonces era pecado ser como yo era..., con mente, ojos, y manos para pecar?» En el universo de Green los rostros bellos conmueven, se los ama, y se murmura: «Querido rostro...», pero la sensualidad está en las manos. La gran tentación de la joven de Si j'étais vous... consiste en «mirar las manos» del que ella ama. En Épaves (Naufragio), al tocar la mano de una mujer Philippe comprende «que no podría vivir más sin ella»: «al contacto de esta mano le pareció que el rostro de todas las cosas se hacía diferente», sintió «un deseo imperioso». En Terre lointaine (Tierras lejanas), este recuerdo: «Tengo contra el rostro una mano oscura cuyo calor siento contra mi mejilla», y este otro, algunas páginas más adelante: «De haber solamente sentido el calor de esta mano sobre la mía...». Julien Green observa al pasar: «Intocable, esta palabra hace soñar», y hace esta reflexión tan clara para nosotros que sabemos: «¿Qué parecemos con las manos desnudas?». El primer joven del que se enamoró, afirma que el pensamiento de «poner la mano» sobre él no lo rozó siquiera, siendo por entonces a sus ojos la sexualidad un dominio desconocido pero maldito, donde no entraría. Pero le hubiera bastado una mano que se acercara para entrar allí. Es su propia mano la que procuró al niño que era «un minuto de estupor y de vértigo». Siendo estudiante, él pensaba aun que los juegos de manos de los muchachos vuelven loco: «Eres verdaderamente demasiado victoriano», le dice uno de sus camaradas, y siempre quedó en él algo de eso. En sus novelas la mano y el sexo están unidos, y como el sexo es el mal, la mano no libera, come ella pretendía, sino que mata. 

Vemos en Si j'étais vous... una mano dispuesta a hacer el gesto de lujuria, que cambia de parecer y estrangula al ser deseado. Así como el sueño conducía a la pesadilla, el gozo prometido por el cuerpo lleva derecho a la muerte. El puño se vuelve a cerrar. En Moïra una mano se abre de nuevo, como cerca de la solución, del desenlace, de la salvación: la «gran mano blanca» de Joseph que se queda un momento sobre el botón de la puerta, cuando encuentra a Moïra. Es la misma que «posa» sobre la joven en eI instante en que se abandona, pero que empuja y presiona hasta que la mujer está muerta. La mano está pronta a aferrar, ella tienta y atrae a quien la vea, pero porque se sabe demasiado lo que busca, da miedo. Entonces se la protejerá con un guante. 

Es llamativo el episodio contado por Julien Green, que lo muestra dirigiéndose a una casa de placer donde debía entrar por primera vez, y cuya dirección le había dado un camarada. Durante mucho tiempo ahorró el dinero necesario y recorrió la calle con angustia y deseo, cuando en el momento de llegar entró a una tienda, compró un par de guantes y volvió a su casa, salvado. Un personaje de Moïra se presenta, al final del libro, con guantes negros, y si se los quita, los deja, cuidadosamente, «a sus pies». Nos parece asistir a los gestos lentos de una ceremonia, de un rito venido del fondo del tiempo y que tenía su dios en el Panteón grecorromano. El héroe de Chaque homme dans sa nuit (Cada hombre en su noche), que pierde un guante al comienzo, acepta la tentación, la desea y la provoca. «Tendría que habérmelo dicho, le confiará más tarde su compañero, comprensivo. Ud. es demasiado tímido.» La invitación era sin embargo tan clara que Ju­lien Green, al que le pasó un percance igual, «llevó las manos a su rostro, como para ocultar al cielo el espectáculo de su confusión». Pero el símbolo sigue siendo ambiguo, como el de la mano, y aquello que vela y protege puede ser la ocasión de la tentación. La muchacha fácil de L'Autre (El Otro), que había sido tan débil ante los oficiales alemanes, confiesa esto: «Su elegancia me había deslumbrado. Sobre todo sus guantes. ¿Por qué sus guantes?» Es lo que se quita. A lo largo de Cada hombre en su noche, tiene lugar un intercambio de guantes entre dos personajes, signo de complicidad, lenguaje secreto que es perfectamente captado por quien debe entenderlo. Todo tiene doble sentido en el mundo del deseo, la inocencia puede tentar más que el vicio y el vestido atraer la mirada sobre lo que oculta. Todo es engaño en él, y la seguridad y la paz no se encuentran en ninguna parte. La joven de Si j’étais vous… (Si yo fuera Ud...) sólo las encontrará a los pies del Cristo donde dirá estas palabras, que todo lo que precede aclarará sin dudas: «Tus manos son más verdaderas que todas las manos del mundo.» En otro lugar, Green habla de la «gran mano» de Dios, y tras haber contado la conversion de su padre, concluye: «Fue así que Dios lo tomó de la mano y lo condujo a la verdad.» 

Doble significado, doble realidad, doble liberación, una por el cuerpo, otra por el alma, pero la primera es ilusoria. Esta dualidad está presente a lo largo de toda la obra de Green, quien ha confiado en que cada una de sus novelas contenga una doble historia, una más secreta y que a penas se «transparenta», pero tal vez la más importante. Del mismo modo, si el mundo invisible es la «única realidad», él se limita en esta obra a «transparentarse» a veces. La soledad de los seres, la sexualidad que triunfa, el mal que se inscribe y se ins­tala sobre tantos rostros, eso es ante todo lo que se arriesga ver en los relatos de Julien Green. «Por qué soy llevado a escribir tales cosas?» se pregunta. 

Yo veo en ello dos razones. Este mundo horrible es verdadero, es la vida de todos los días, nuestra vida, despojada de las distracciones y los maquillajes que la enmascaran, si nada la trasciende. Se ha reprochado a Julien Green dejar de lado los acontecimientos, los horrores de la historia de los hombres: sin embargo sus relatos son sólo una transposición de eso. «Dennos diarios que sólo traigan buenas noticias y entonces escribiré novelas optimistas. Que cambie la condición humana, que cambie la vida. — La vida no es tan negra, me decía la anciana Mme. Daudet. Esta palabra, la he escuchado muchas veces, y dicha por personas cuyas familias sumarían puntos a la de los Átridas.» 

Encontramos aquí aquello que ha impedido a Green perderse en lo imaginario. 

Está también la idea que se hace él de una obra de ficción, y esta es la segunda razón. Novela u obra de teatro, es siempre para él una historia cuyos episodios se tratan de desarrollar correctamente: él cuenta siempre. Nada le es más extraño que las búsquedas de la novela de hoy. Siempre nos propone una intriga balzaquiana, en la que los personajes son descritos con minuciosidad, sus vestidos o su figura «revelan» o «traicionan» una parte al menos de su carácter y de su vida, mientras el decorado es inventariado sin que falte un cuadro, un tapiz, las cortinas o los almohadones de un sillón. Por su concepción y disposición estas novelas podrían parecer anticuadas, y no lo son, a causa de la pasión que las anima y que es el fermento de esta masa un tanto pesada, pasión de la verdad, patetismo de la confesión, «rabia del deseo carnal y de la sed de Dios». Lo cierto es que esta historia sólo puede desarrollarse en el mundo de aquí abajo. Ella exige la presencia de un tiempo que transcurra sin ser empujado, de personajes, de aventuras, de peripecias, y de hechos. El otro mundo, el que no se ve y es inmutable, y que es la otra vertiente de todas las novelas de Green desde Moïra, no puede ser objeto de una historia: sólo puede aparecer, manifestarse, como un rayo de luz entre el hueco de las nubes. «La mentira, dice un personaje de L’Ennemi (El Enemigo), es el mundo, durante un breve instante entreví la verdad.» Ella está fuera del tiempo, y sólo se puede entrever, durante los cortos espacios en los que este mundo hace silencio. «Una novela está hecha de pecado, dice Julien Green, como una tabla está hecha de madera.» Es que probablemente la Gracia, de la que se habla tan libremente en su Autobiografía y en su Diario, no se narra. 

Una vez más, no es tan sencillo. «Muchos pensaron en la belleza de la vida, nota Julien Green. Mirar el fuego, abrir un libro, escuchar música, todo eso se da, todo eso es santo. Es el regalo que Dios nos hace todos los días.» La belleza del mundo y de la vida emanaría por lo tanto también de Dios, que se reve­laría, hablaría por ella, tema frecuente en el Diario. ¿Por qué los paisajes amados, las casas felices, y esas horas del día y de la noche que parecen abrir inmediatamente a Julien Green las puertas del «otro mundo», se hallan tan raramente en sus novelas y en su teatro, que casi se podría decir nunca? «La poesía de la noche, el perfume de la noche, y ese decorado de columnas blancas y sombras negras sobre las calles de plata, el misterio de las plazas llenas del olor de las plantas», de lo que habla a propósito de una de sus novelas, no es el decorado que retiene el lector. Hay mucho de eso en Sur «dos columnas muy gruesas», y «una larga avenida de robles cubiertos de musgo gris», pero que verán pasar un cortejo fúnebre. Los caminos, las ciudades, las orillas del Sena, y todas las moradas de los hombres, desde la casa del pobre hasta el castillo del gran señor, parecen en Green oscuros y tristes. Sin duda la belleza de los rostros y los cuerpos está muy presente en su obra, pero para ser allí fuente de desgracias. Si bien no disimula «la invencible admiración que tuvo siempre por la belleza humana», sólo la muestra para hacer de ella una «trampa». He dicho al comienzo que la felicidad de la infancia, que él conoció muy bien, todos sus personajes la han ignorado. 

Habría quizá una tercera razón para libros tan negros: ellos le permitieron expresar sus obsesiones. «El autor no apa­rece en ninguna parte. No se traiciona jamás», se escribía en 1927 en el artículo que he citado antes, uno de los primeros que saludara al «novelista nato» que era el joven Julien Green. El autor no apa­rece, en efecto, tal como puede ver quien se lo encuentra, ni siquiera cuando escribe, tal como él se ve y se conoce. Está presente en todas partes, pero tal como es en secreto, como el que no quisiera ser, como el que se ha rehusado a conocerse. De allí la impresión que frecuentemente ha sido la suya de escribir sus novelas a pesar de él mismo, como si le dictaran páginas cuyo sentido, en ese momento, se le escapaba. La dualidad cotidianamente vivida de un alma y de un cuerpo, esta unión mal combinada y la desgracia que conlleva es el problema insoluble del que han nacido las novelas y los dramas de Green y que habría envenenado su vida, pero él lo apartaba de su vista. Se encontraba bello, se admiraba en los espejos, gustaba a los demás, sus éxitos eran grandes y naturales, y raramente una carrera literaria ha sido tan fácil como la suya. Eso con respecto al éxito en este mundo. En lo que respecta al otro, nunca lo subestimó. Cree que será salvado, se le ha dicho; el Reino de Dios lo recibirá, cuando «la anciana nodriza de rasgos velados de negro» diga a los niños que ordenen sus juguetes, que la jornada ha finalizado, y que hay que volver a entrar a la casa. Entonces el niño feliz de antes volverá a encontrar su verdadera patria, ya que no ha perdido el tesoro que le habían regalado: «Por mi parte, he sabido lo que saben los niños, y todos los razonamientos del mundo no han podido arrancarme completamente ese algo inexpresable.» Pero está todo lo demás, esa parte de uno mismo que está más allá del logro, del éxito, y de la invencible esperanza de la salvación, y que es necesario llevar y sufrir mientras vivimos, esta angustia de ser lo que somos, y que nada calma. Es eso lo que se escribe. Que otros, si están menos divididos interiormente, hablen de felicidad. 

He aquí sin embargo una obra singular, y que por esta rareza, precisamente, es de una total novedad. Es necesario entrar en ella como si nos aventuráramos en un universo desconocido. El que nos es familiar sólo se encuentra como reverso del otro, del que no sería más que la transposición, sino la caricatura, al que traicionaría, de tal suerte que la realidad se situaría más allá de nuestras miradas. Ante un cuadro del museo de Luxembourg, que parece inocente, un muchachito lo contempla y el cuadro lo deja «devastado» de por vida. [1]

Acaso estamos bajo el poder de dos fuerzas enemigas, que escapan de nuestra vista, y entre las que somos desgarrados. Como todo lo que viene del invisible, estas dos fuerzas no se nos mostrarían más que por aislados resplandores, y casi siempre confu­samente. Sin embargo es de ellas que dependen nuestras vidas y nuestros destinos, y no de lo que nos habrá ocupado o apasionado en este mundo. Dualidad fundamental, que necesita de un gran arte para hacerse sen­sible y hacerse admitir. La obra de Green está construida, cada vez más, a partir de esta doble presencia, que no se puede describir, sino apenas nombrar. 

En su última novela publicada a la fecha[2], L'Autre (El Otro), aparece un cierto Mr. Gore, y este sobrenombre nos había llamado la atención inmediatamente: es el cerdo[3]. Lo habíamos visto ya en las Tentaciones (de San Antonio) de Jacques Callot o de Jerónimo Bosco. Sólo atraviesa la escena, con la discreción de quien no tiene ninguna necesidad de esperar para establecer su poder. Él se manifiesta por una invención muy suya. Es todo servicialidad y comprensión, y propone, a quien lo quiera, tener a la más bella de las criaturas, la que apaciguará un hambre que nada podía satisfacer: «Una pureza comparable a la inocencia de una jovencísima niña»: no podría soñarse nada mejor. Se será todo lo que se desee, y ella se prestará a ello. Como precio de sus servicios, Mr. Gore pide al beneficiario solamente, «que pase a verlo» enseguida. Él concede una cita para después. Por más corta que sea su aparición, este sería el personaje más importante del libro, si no se encontrara la otra presencia. 

Estamos en Copenhague, donde parece reinar secretamente Mr. Gore: el placer se ofrece allí a manos llenas, los encuentros fáciles, las complacencias recíprocas y sin límites. Basta con encender un cigarrillo en la sombra de un jardin público para encontrar compañía. Los cuerpos bellos son tan numerosos que obsesionan. Dos acróbatas se desnudan muy alto en el cielo de noche, pero muy iluminados ante una muchedumbre que no puede apartar su mirada de ellos: no hacen nada más, se desnudan, y eso da el tono del libro. Copenhague aparece allí como un paraíso muy terrestre, en el que la feria del sexo está permanentemente abierta. Sin embargo un otro está allí, en el medio de esta porquería. Está incluso tan presente, aunque casi del todo desaparecido, que en el lugar donde ha estado de pie no se camina más: simplemente, se lleva una tabla, hasta ese lugar, que permanecerá inviolado, en esa habitación donde tras un biombo que se pone o saca a voluntad, algunas docenas de jóvenes se han acostado con la dama del lugar. Una cierta luz, intacta, vela en el lupanar de Copenhague. Estamos aprisionados, encerrados, en este universo amurallado de Green, convidados a esta lúgubre partida en la que el Maligno tiene las cartas y nos estafa en cada mano, y donde los otros, el prójimo, no podrán socorrernos de ningún modo: será necesario jugarla solo hasta el final, suicidio, asesinato, o muerte angustiosa en un lecho tan solitario como lo fue la vida. ¿Solo? Existe esta presencia inefable, aceptada, rehusada, esperada, detestada, pero que es de una fidelidad a toda prueba. Ella domina esta novela, esta obra, como los techos de Copenhague son dominados por el campanario de esa iglesia donde una espiral sube enrulada hasta la cruz. «Me doy cuenta, escribió Julien Green, que una sola cosa me interesa en este mundo: las relaciones entre Dios y cada uno de nosotros.» Y en su Pamphlet contre les catholiques de France (Panfleto contra los católicos de Francia) dice: «El espíritu se cansa persiguiendo este pensamiento. Somos el objeto de un amor sin nombre. Este monstruoso amor no nos da respiro.» Él decía monstruoso porque era muy joven por entonces y quería pegar fuerte. Descubrió y dijo después que este amor es el del «gran perdonador». «Yo no sé, añade, si se ha dado nunca a Cristo un nombre más bello.» 

Lo imaginario, lo fantástico, el sueño, la evasión en lo imposible, sólo eran aproximaciones que son testigos de las búsquedas y las recaídas de toda una vida, y también de la dificultad casi insuperable de formular finalmente lo indecible: para Julien Green no se trataba de nada menos que de manifestar, de hacer clara, de marcar en nuestras existencias el paso de Dios. Pero lo invisible y lo indecible ¿no podrían ser también una ilusión? ¿No volveríamos a encontrar, tras un largo desvío, esa huida ante la única realidad, la de este mundo, que expresaban las pri­meras novelas de Green, y que volvería a aparecer bajo una nueva máscara? Algunos lo pensaron. Otros, entre los que me encuentro, reconocerán en esta obra la única verdad que importa. 

JOSÉ CABANIS. 
Traducción del francés F.G.



[1] Se trata del cuadro de Jean Jules A. Lecomte de Noüy, llamado “Les Porteurs de Mauvaises Nouvelles” que perteneció desde 1874 hasta 1923 a la colección del Museo del Palacio de Luxembourg en París. En él se contempla a un Faraón que ha asesinado a unos mensajeros portadores de malas noticias que yacen desnudos a sus pies. La impresión causada en el joven Green fue muy fuerte según él mismo relata en “Partir antes del día” (Ed. Emecé, Buenos Aires, 1964, pp. 43-44. 
[2] En 1971 
[3] En francés «goret»

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