viernes, 21 de abril de 2017

El Cristo Crucificado: Velázquez y Unamuno unidos por la mirada de O. González de Cardedal

Aquí dejo un fragmento del hermoso libro de Olegario González de Cardedal Cuatro poetas desde la otra ladera (Ed. Trotta, Madrid, 1996, pp.112-116). El eminente teólogo español nos permite mirar al pintor y al poeta con sus ojos sabios y nos invita a seguir pensando desde la fe el Misterio del Amor que une la Pasión y la Gloria. 

Cristo en la cruz en la trayectoria de Velázquez

Velázquez: Autorretrato
Si toda pintura verdadera nos hace asombrarnos de aquellas rea­lidades que, vistas cada día, no nos habían llamado la atención, la de Velázquez nos hace sobrecogernos ante la majestad de la rea­lidad, ante la trascendencia que permea y hace trasparentes a las cosas, ante la gracia divina inherente a las más humildes figuras humanas. Y esto es lo que de forma soberana aparece en el «Cris­to» de Velázquez. El pintor hizo dos intentos. El primer Cristo en la cruz, que perteneció al convento de las Bernardas recoletas del Santísimo Sacramento de Madrid, identificado después de nues­tra guerra civil al descubrir la firma: «D. Velázquez faciebat 1631», ya anticipa los rasgos fundamentales que se afirmarán después, pero sin llegar a aquella sublime simplificación y con­centración, desnudez y unidad que sellan al cuadro clásico[1]".
Este, pintado hacia 1632, perteneció a las benedictinas de San Plácido de Madrid, donde estuvo hasta 1808, en que tras algún rodeo terminó siendo regalado en 1829 por Fernando VII al museo del Prado, donde actualmente se encuentra. Es una figura humana, fijada a dos tramos de madera, en una actitud de serenidad consumada, que mantiene la vida en el cuerpo, mas no con el espesor y pesadumbre de su materialidad sino de su verdad trascendida y trasparente. Desde el punto de vista mate­rial hay varios elementos que son determinantes, y que pueden ser rastreados, en los «Cristos crucificados» de Zurbarán, Alonso Cano y en el primer esbozo del propio Velázquez. En Zurbarán encontramos ya esos fondos negros, que hacen desaparecer todo el paisaje, los personajes, las ciudades y los contemporáneos de Jesús, para quedar centrado todo en el acontecimiento de un hombre que muere en cruz, ante sí mismo, delante de Dios, por todos los demás[2].
Zurbarán: Cristo Crucificado
Jesús no está colgando desgarrado sino serenamente exten­dido, sin que los brazos soporten el peso del cuerpo, que está aposentado en el subpedáneo con sus dos correspondientes cla­vos. Así todo es patente: el cuerpo del que muere, la cruz sobre la que muere, el letrero que notifica la causa de la condenación, en una proporcional cercanía al suelo y al cielo, en equilibrio entre las dimensiones del tramo vertical y del horizontal. Otro elemento esencial, que pudo recoger del Cristo crucificado de Alonso Cano, es la postura de la cabeza suavemente inclinada sobre el pecho, mientras una corona de espinas recoge la cabe­llera, una de cuyas melenas laterales cae ocultando parte de la cara y de la mirada. Los ojos miran hacia adentro, a diferencia de otras crucifixiones donde el ajusticiado clama al cielo, se re­tuerce sobre sí mismo, tiende la mirada al horizonte o la baja hacia los que le acompañan[3].

El Cristo de la sangre y el Cristo vencedor de la muerte

Alonso Cano: Cristo
Frente a Cristos lívidos o sanguinolentos, «Cristos de la sangre», desde El Greco a Zuloaga[4], aquí la sangre apenas se percibe brotando de la herida del costado, de los clavos de manos y pies, de la corona de espinas que en realidad es diadema que ciñe la realeza de un hombre muerto y consumado en su divina majes­tad. El cuerpo tiene color de carne no exangüe sino en plenitud latiente de una vida que es humana, pero con una forma nueva de humanidad.
El Greco: Cristo en la Cruz
La cruz no ha estirado los miembros hasta deshacerlos sino que los sostiene y muestra en una laxitud propia de quien está en el sitio de martirio como en trono de soberanía. Todo se encuentra en su lugar propio, todo es visible y comprensible: desde el madero que abajo soporta los pies hasta la inscripción perfectamente legible en las tres lenguas. Y, sin embargo, no se trata del realismo vulgar y mostrenco, que sólo nos enfrenta con lo que ven nuestros sentidos. El genio nos devuelve a lo que nuestros ojos no han visto nunca tras haberlo mirado siempre; nos sorprende hasta el estremecimiento con lo que habíamos visto todos los días. Ante nosotros está la última posibilidad y capacidad de lo humano: ser traspasado por la muerte y no su­cumbir, sino ser traspuesto hacia una forma de realidad más in­tensa y verdadera.
Goya: Cristo en la Cruz
En el «Cristo» de Velázquez estamos no ante el Cristo agónico o agonizante sino ante el Cristo muerto y acogido por el Pa­dre, después de haberse entregado en obediencia y ofrendado por la salvación de los hombres. Y cuando Unamuno dice que «está siempre muriéndose sin acabar nunca de morirse, para dar­nos vida»[5], no hace sino repetir la afirmación de Pascal («Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo: es necesario no dormir durante este tiempo»[6]) que él explícita­mente cita en otros lugares, como constitutiva de la conciencia cristiana más pura: Cristo sólo existe ya con nosotros, su destino es solidario del nuestro y por eso está en agonía y sigue en cruz por nosotros hasta el fin de los tiempos. De ahí que, en un senti­do, esté definitivamente glorificado en Dios, sobre el tiempo y sus sufrimientos, mientras que, en otro, podamos decir que si­gue siendo crucificado cada día por el pecador e injusto hasta que éste encuentre su salvación.
Este es el cuerpo del acogido absolutamente por Dios y que ya participa de su luminosidad. Estamos ante la muerte no vencedora, sino vencida; ante la corporeidad padecida en su posibilidad máxi­ma de sufrimiento y trasferida hacia el ámbito de la divinidad. Estamos, en una palabra, ante el cuerpo de quien muriendo perdura resucitado. En él se trasparece la potencia del Dios de la vida que no desperdicia nada de cuanto creó sino que llama a todos y a todos los recoge para la vida. Es un Cristo aposentado en la más cruel realidad humana de la muerte en cruz, a la vez que aposen­tado en la ribera definitiva de Dios. Y la interpenetración del hombre en Dios y de Dios en el hombre, que llamamos resurrección, se deja percibir ya inicialmente aquí. La muerte no ha podido con el cuerpo. Sin destrozo ni degüello, sin sangre y sin estertores, está ahí ante nosotros, como promesa y anticipo de la resurrección.

La reducción a lo esencial humano trasfigurado

Todo lo humano ha quedado reducido a lo esencial, más allá del paisaje y de las pasiones. Todo lo divino ha sido concentrado en lo corporal de este hombre que muere. Y en la fusión de ambas realidades, diferenciables pero conjugadas, radica el hechizo de este cuadro, que suma profundidad de idea y maestría de arte en tal sencillez que ni siquiera se nota. Por ello el pueblo español, acostumbrado a lo extremoso del dolor o de la compasión, se encontró perplejo ante el «Cristo» de Velázquez; no supo qué hacer. Aquí encontramos invertido el movimiento de la piedad tradicional en el catolicismo de aquellos siglos. La pasión y muer­te de Cristo eran vividas desde abajo hacia arriba como gesta de un hombre que sufre y ora, se entrega e implora por todos sus hermanos pecadores ante el Santo.
La redención era para el pueblo la pasión. Con Velázquez esa fase queda trascendida, introduciéndonos en la meta a que llega la libertad de Jesús, al ser acogida por la gloria de Dios y quedar plenificada por ella. Ese final en que el protagonista es Dios, acogiendo en libertad amorosa a Jesús que muere en amo­rosa libertad, y le constituye pionero de la vida para todos los hombres resucitándole, es lo que Velázquez ha querido poner ante los ojos del espectador. La redención no es sólo ni ante todo la gesta de un hombre muriendo sino sobre todo la gesta de Dios afirmando su creación —el cuerpo—, redimiendo a sus hi­jos, dándoles la razón frente a los poderes de este mundo y afir­mándolos absolutamente en la resurrección. La resurrección confiere así una forma de realidad y de existencia a nuestro cuer­po que no hubiéramos podido sospechar. El cuerpo también es para Dios; y Dios es para el cuerpo, dice el texto de san Pablo que Unamuno ha antepuesto al poema (1 Cor 6,13). Dios está presente en el cuerpo de Cristo. Esta presencia no es añadido de nada ni alteradora de nada sino trasfundidora de la última posi­bilidad que le es inherente al cuerpo: estar llamado y ser capaz de participar en la naturaleza divina[7].

Ésto es lo que nos salta a los ojos desde el cuadro de Velázquez. Es tan humilde en un sentido y tan sutil en otro que para muchos espectadores no pasa de ser el cuerpo de un hombre muerto, pintado con realismo. Velázquez ha acertado con ese misterioso punto que separa la belleza sobrecogedora de la vul­garidad de lo real; el realismo que nos descubre el ser último, trasparecido en un objeto de la vida cotidiana, y el realismo que sólo nos da lo que todos vemos, topándonos con ello más como frontera que como pantalla[8]. En verdad es un hombre, es el hombre, la humanidad en su dignidad suprema cuando es visita­da por la muerte. Pero, fronteriza en el borde con esa lectura, es igualmente posible otra: Dios mismo, que es hombre, pasa y padece la muerte, la vence en el cuerpo de este hombre que es así su cuerpo, humanidad de Dios, y con ello humanidad de hombre llegando a su más alta cumbre. Éste es el secreto que Unamuno vio en el «Cristo» de Velázquez y a cuyo esclarecimiento y explicitación definitiva quiso contribuir con su poema, leyéndolo sólo en un sentido y recreándolo de nuevo en otro sentido.



[1] Cf. A. Domínguez Ortiz, A. Pérez Sánchez y J. Gallego, Velázquez. Catálogo de  la Exposición Museo del Prado, 23 de enero-31 de marzo de 1990, con información completa y bibliografía, 457-462.
[2] Se pueden ver las diversas crucifixiones de Zurbarán y comparar con Velázquez, en J. Camón Aznar, La Pasión de Cristo en el arte español, Madrid, 1949, 217-227.
[3] La melena que cae delante de los ojos y como velo ciega la visión, a la vez que la cabeza inclinada sobre el pecho como si mirara hacia dentro, son dos motivos centrales en el poema de Unamuno El Cristo de Velázquez.
[4] En el «Cristo» de El Greco (Museo del Prado) la sangre constituye el motivo determinante. Es la sangre de la redención que recogen los ángeles para que no se pierda en tierra y que limpia María Magdalena, según un motivo tomado del beato Alonso de Orozco —eran agustinos los que encargaron el cuadro—. Una realidad, la sangre, y un color, el rojo, son las dos dominantes que articulan el universo simbólico en El Greco. En Velázquez, en cambio, son: el cuerpo blanco frente al fondo negro. No está en primer plano la redención como purificación de la mancha por la sangre, sino la redención como victoria del cuerpo glorificado sobre la muerte.
[5] Cf. Miguel de Unamuno, Del Sentimiento Trágico de la Vida, IV; VII, 151.
[6] Blas Pascal, Pensamientos, 553.
[7] Durante siglos la liturgia romana ha repetido en el ofertorio de la Misa este versículo de 2 Pe 1, 3-4: “Qui vocavit nos propria gloria et virtute, per quem máxima et pretiosa nobis promissa donavit ut per haec efficiamini divinae consortes naturae”. (Quien nos llamó por la fuerza de su propia gloria. Gracias a ella, se nos han concedido las más grandes y valiosas promesas, a fin de que ustedes lleguen a participar de la naturaleza divina).
[8] El Cristo en la Cruz significa una dignidad suprema. Precisamente por lo sobrio, por lo humano, por la admirable ausencia doble de la belleza y de la fealdad física. Este cuerpo no es feo, como en El Greco. Tampoco bello, como en Goya será. No es tampoco un atleta como en Miguel Ángel, ni una larva, como en algunos primitivos. Es noble: he aquí todo. No tiene cara, que los cabellos ocultan. No tiene sangre con que abrevar románticamente la compasión. No tiene compañía humana para hacer visajes en que se retraten las pasiones. Ni paisaje ni cielo, ni aparatosos meteoros y prodigios. Era un justo; ha muerto. Y — ¡suprema dignidad! — está solo”. (E. D’Ors, Tres horas en el Museo del Prado. Itinerario estético, Madrid, 1951, 90).


Olegario González de Cardedal

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