Aquí dejo un fragmento del hermoso libro de Olegario González de Cardedal Cuatro poetas desde la otra ladera (Ed. Trotta, Madrid, 1996, pp.112-116). El eminente teólogo español nos permite mirar al pintor y al poeta con sus ojos sabios y nos invita a seguir pensando desde la fe el Misterio del Amor que une la Pasión y la Gloria.
Cristo en la cruz en la trayectoria de Velázquez
Velázquez: Autorretrato |
Si toda pintura verdadera nos hace asombrarnos de aquellas realidades
que, vistas cada día, no nos habían llamado la atención, la de Velázquez nos
hace sobrecogernos ante la majestad de la realidad, ante la trascendencia que
permea y hace trasparentes a las cosas, ante la gracia divina inherente a las
más humildes figuras humanas. Y esto es lo que de forma soberana aparece en el
«Cristo» de Velázquez. El pintor hizo dos intentos. El primer Cristo en la cruz, que perteneció
al convento de las Bernardas recoletas del Santísimo Sacramento de Madrid,
identificado después de nuestra guerra civil al descubrir la firma: «D.
Velázquez faciebat 1631», ya anticipa los rasgos fundamentales que se afirmarán
después, pero sin llegar a aquella sublime simplificación y concentración,
desnudez y unidad que sellan al cuadro clásico[1]".
Este, pintado hacia 1632, perteneció a las benedictinas de San Plácido
de Madrid, donde estuvo hasta 1808, en que tras algún rodeo terminó siendo
regalado en 1829 por Fernando VII al museo del Prado, donde actualmente se
encuentra. Es una figura humana, fijada a dos tramos de madera, en una actitud
de serenidad consumada, que mantiene la vida en el cuerpo, mas no con el
espesor y pesadumbre de su materialidad sino de su verdad trascendida y
trasparente. Desde el punto de vista material hay varios elementos que son
determinantes, y que pueden ser rastreados, en los «Cristos crucificados» de
Zurbarán, Alonso Cano y en el primer esbozo del propio Velázquez. En Zurbarán encontramos
ya esos fondos negros, que hacen desaparecer todo el paisaje, los personajes,
las ciudades y los contemporáneos de Jesús, para quedar centrado todo en el
acontecimiento de un hombre que muere en cruz, ante sí mismo, delante de Dios,
por todos los demás[2].
Zurbarán: Cristo Crucificado |
Jesús no está colgando desgarrado sino serenamente extendido, sin que
los brazos soporten el peso del cuerpo, que está aposentado en el subpedáneo
con sus dos correspondientes clavos. Así todo es patente: el cuerpo del que
muere, la cruz sobre la que muere, el letrero que notifica la causa de la
condenación, en una proporcional cercanía al suelo y al cielo, en equilibrio
entre las dimensiones del tramo vertical y del horizontal. Otro elemento
esencial, que pudo recoger del Cristo crucificado de Alonso Cano, es la
postura de la cabeza suavemente inclinada sobre el pecho, mientras una corona
de espinas recoge la cabellera, una de cuyas melenas laterales cae ocultando
parte de la cara y de la mirada. Los ojos miran hacia adentro, a diferencia de
otras crucifixiones donde el ajusticiado clama al cielo, se retuerce sobre sí
mismo, tiende la mirada al horizonte o la baja hacia los que le acompañan[3].
El Cristo de la sangre
y el Cristo vencedor de la muerte
Alonso Cano: Cristo |
Frente a Cristos lívidos o sanguinolentos, «Cristos de la sangre»,
desde El Greco a Zuloaga[4],
aquí la sangre apenas se percibe brotando de la herida del costado, de los
clavos de manos y pies, de la corona de espinas que en realidad es diadema que
ciñe la realeza de un hombre muerto y consumado en su divina majestad. El
cuerpo tiene color de carne no exangüe sino en plenitud latiente de una vida
que es humana, pero con una forma nueva de humanidad.
La cruz no ha estirado
los miembros hasta deshacerlos sino que los sostiene y muestra en una laxitud
propia de quien está en el sitio de martirio como en trono de soberanía. Todo
se encuentra en su lugar propio, todo es visible y comprensible: desde el madero
que abajo soporta los pies hasta la inscripción perfectamente legible en las
tres lenguas. Y, sin embargo, no se trata del realismo vulgar y mostrenco, que
sólo nos enfrenta con lo que ven nuestros sentidos. El genio nos devuelve a lo
que nuestros ojos no han visto nunca tras haberlo mirado siempre; nos sorprende
hasta el estremecimiento con lo que habíamos visto todos los días. Ante
nosotros está la última posibilidad y capacidad de lo humano: ser traspasado
por la muerte y no sucumbir, sino ser traspuesto hacia una forma de realidad
más intensa y verdadera.
El Greco: Cristo en la Cruz |
Goya: Cristo en la Cruz |
En el «Cristo» de Velázquez estamos no ante el Cristo agónico o
agonizante sino ante el Cristo muerto y acogido por el Padre, después de
haberse entregado en obediencia y ofrendado por la salvación de los hombres. Y
cuando Unamuno dice que «está siempre muriéndose sin acabar nunca de morirse,
para darnos vida»[5],
no hace sino repetir la afirmación de Pascal («Jesús estará en agonía hasta el
fin del mundo: es necesario no dormir durante este tiempo»[6])
que él explícitamente cita en otros lugares, como constitutiva de la
conciencia cristiana más pura: Cristo sólo existe ya con nosotros, su destino
es solidario del nuestro y por eso está en agonía y sigue en cruz por nosotros
hasta el fin de los tiempos. De ahí que, en un sentido, esté definitivamente
glorificado en Dios, sobre el tiempo y sus sufrimientos, mientras que, en otro,
podamos decir que sigue siendo crucificado cada día por el pecador e injusto
hasta que éste encuentre su salvación.
Este es el cuerpo del acogido
absolutamente por Dios y que ya participa de su luminosidad. Estamos ante la muerte no vencedora, sino vencida;
ante la corporeidad padecida en su
posibilidad máxima de
sufrimiento y trasferida hacia el
ámbito de la divinidad. Estamos, en una palabra, ante el cuerpo de quien muriendo perdura resucitado. En él se
trasparece la potencia del Dios de la vida que no desperdicia
nada de cuanto creó sino que llama a todos y a todos los recoge para la vida.
Es un Cristo aposentado en la más cruel realidad humana de la muerte en cruz, a
la vez que aposentado en la ribera
definitiva de Dios. Y la interpenetración del hombre en Dios y de Dios
en el hombre, que llamamos resurrección,
se deja percibir ya inicialmente aquí. La muerte no ha podido con el cuerpo.
Sin destrozo ni degüello, sin sangre y sin estertores, está ahí ante nosotros,
como promesa y anticipo de la resurrección.
La reducción a lo
esencial humano trasfigurado
Todo lo humano ha quedado reducido a lo esencial, más allá del paisaje
y de las pasiones. Todo lo divino ha sido concentrado en lo corporal de este
hombre que muere. Y en la fusión de ambas realidades, diferenciables pero
conjugadas, radica el hechizo de este cuadro, que suma profundidad de idea y
maestría de arte en tal sencillez que ni siquiera se nota. Por ello el pueblo
español, acostumbrado a lo extremoso del dolor o de la compasión, se encontró
perplejo ante el «Cristo» de Velázquez; no supo qué hacer. Aquí encontramos
invertido el movimiento de la piedad tradicional en el catolicismo de aquellos
siglos. La pasión y muerte de Cristo eran vividas desde abajo hacia arriba
como gesta de un hombre que sufre y ora, se entrega e implora por todos sus
hermanos pecadores ante el Santo.
La redención era para el pueblo la pasión. Con Velázquez esa fase
queda trascendida, introduciéndonos en la meta a que llega la libertad de
Jesús, al ser acogida por la gloria de Dios y quedar plenificada por ella. Ese
final en que el protagonista es Dios, acogiendo en libertad amorosa a Jesús que
muere en amorosa libertad, y le constituye pionero de la vida para todos los
hombres resucitándole, es lo que Velázquez ha querido poner ante los ojos del
espectador. La redención no es sólo ni ante todo la gesta de un hombre muriendo
sino sobre todo la gesta de Dios afirmando su creación —el cuerpo—, redimiendo
a sus hijos, dándoles la razón frente a los poderes de este mundo y afirmándolos
absolutamente en la resurrección. La resurrección confiere así una forma de
realidad y de existencia a nuestro cuerpo que no hubiéramos podido sospechar.
El cuerpo también es para Dios; y Dios es para el cuerpo, dice el texto de san
Pablo que Unamuno ha antepuesto al poema (1 Cor 6,13). Dios está presente en el
cuerpo de Cristo. Esta presencia no es añadido de nada ni alteradora de nada
sino trasfundidora de la última posibilidad que le es inherente al cuerpo:
estar llamado y ser capaz de participar en la naturaleza divina[7].
Ésto es lo que nos salta a los ojos desde el cuadro de Velázquez. Es
tan humilde en un sentido y tan sutil en otro que para muchos espectadores no
pasa de ser el cuerpo de un hombre muerto, pintado con realismo. Velázquez ha
acertado con ese misterioso punto que separa la belleza sobrecogedora de la vulgaridad
de lo real; el realismo que nos descubre el ser último, trasparecido en un
objeto de la vida cotidiana, y el realismo que sólo nos da lo que todos vemos,
topándonos con ello más como frontera que como pantalla[8].
En verdad es un hombre, es el hombre, la humanidad en su dignidad suprema
cuando es visitada por la muerte. Pero, fronteriza en el borde con esa
lectura, es igualmente posible otra: Dios mismo, que es hombre, pasa y padece
la muerte, la vence en el cuerpo de este hombre que es así su cuerpo, humanidad
de Dios, y con ello humanidad de hombre llegando a su más alta cumbre. Éste es
el secreto que Unamuno vio en el «Cristo» de Velázquez y a cuyo esclarecimiento
y explicitación definitiva quiso contribuir con su poema, leyéndolo sólo en un
sentido y recreándolo de nuevo en otro sentido.
[1] Cf. A. Domínguez Ortiz, A. Pérez Sánchez
y J. Gallego, Velázquez. Catálogo de la Exposición Museo del Prado, 23 de enero-31
de marzo de 1990, con información completa y bibliografía, 457-462.
[2]
Se pueden ver las diversas crucifixiones de Zurbarán y comparar con Velázquez,
en J. Camón Aznar, La Pasión de Cristo en
el arte español, Madrid, 1949, 217-227.
[3]
La melena que cae delante de los ojos y
como velo ciega la visión, a la vez que la cabeza inclinada sobre el pecho como
si mirara hacia dentro, son dos motivos centrales en el poema de Unamuno El Cristo de Velázquez.
[4]
En el «Cristo» de El Greco (Museo del
Prado) la sangre constituye el motivo determinante. Es la sangre de la
redención que recogen los ángeles para que no se pierda en tierra y que limpia
María Magdalena, según un motivo tomado del beato Alonso de Orozco —eran agustinos los
que encargaron el cuadro—. Una realidad, la sangre, y un color, el rojo, son
las dos dominantes que articulan el universo simbólico en El Greco. En Velázquez, en cambio, son:
el cuerpo blanco frente al fondo negro. No está en
primer plano la redención como purificación de la mancha por la sangre, sino la
redención como victoria del cuerpo glorificado sobre la muerte.
[7]
Durante siglos la liturgia romana ha repetido en el ofertorio de la Misa
este versículo de 2 Pe 1, 3-4: “Qui vocavit nos propria gloria et virtute,
per quem máxima et pretiosa nobis promissa donavit ut per haec efficiamini divinae
consortes naturae”. (Quien nos llamó por la fuerza de su propia
gloria. Gracias a ella, se nos han concedido las más grandes y valiosas
promesas, a fin de que ustedes lleguen a participar de la naturaleza divina).
[8] El Cristo en la Cruz significa una
dignidad suprema. Precisamente por lo sobrio, por lo humano, por la admirable
ausencia doble de la belleza y de la fealdad física. Este cuerpo no es feo,
como en El Greco. Tampoco bello, como en Goya será. No es tampoco un atleta
como en Miguel Ángel, ni una larva, como en algunos primitivos. Es noble: he
aquí todo. No tiene cara, que los cabellos ocultan. No tiene sangre con que
abrevar románticamente la compasión. No tiene compañía humana para hacer
visajes en que se retraten las pasiones. Ni paisaje ni cielo, ni aparatosos
meteoros y prodigios. Era un justo; ha muerto. Y — ¡suprema dignidad! — está
solo”. (E. D’Ors, Tres horas en el Museo
del Prado. Itinerario estético, Madrid, 1951, 90).
Olegario González de Cardedal |