jueves, 20 de abril de 2017

Graham Greene: una actual Conferencia de 1948


GRAHAM GREENE

Debo ante todo decirles cuánto aprecio el honor que me hacen al invitarme a hablar en las "Grandes Conferencias Católicas". Mi único sentimiento es no poder expresarme en francés, por lo tanto les agradezco mucho que quieran escucharme en mi propia lengua. Este honor que me hacen se agrega al de haberme puesto en este estrado junto a Mauriac, a quien considero, desde mi ado­lescencia, como el más grande de los novelistas que viven.
El novelista francés, sin duda porque continúa una tradición no interrumpida de pensamientos, estado de ánimo y estilo cris­tianos, parece moverse con facilidad entre abstracciones que lo ro­dearon desde la infancia; la liturgia es para él tan familiar como los cantos de su niñera. En las novelas de Mauriac, cuando; una puerta se abre, aun antes de dejar las tinieblas para entrar a la pieza iluminada donde están reunidos los personajes, tenemos con­ciencia inmediata de las fuerzas del Bien y del Mal que rondan las paredes, apoyan los dedos en los vidrios, se preparan a entrar en tropel; ahora bien, esta sensación está desterrada en general de la novela inglesa. Porque habitamos una isla nórdica donde el sol brilla esporádicamente, y en la cual estamos aislados del con­tinente durante varios días seguidos por la niebla o el temporal (isla adonde el Cristianismo ha venido atravesando el mar como un viajero extranjero), tal vez tengamos tendencia a manifestar reacciones más materialistas, una imaginación más concreta, que los habitantes de las tierras llenas de sol que pueden permitirse el lujo de la sombra. El novelista inglés, siguiendo la tradición esta­blecida por Fielding, que se continúa hasta nuestros días pasando por Dickens y Trollope, se ha acostumbrado a pasarse sin la eter­nidad. En las obras de Dickens, el Mal aparece como un factor económico y nada más. El cristianismo es una mujer que lleva sopa a los indigentes. ¡Qué real es el cuadro de las calles en medio del silencio dominical, el de las callejuelas oscuras y sórdidas a orillas del río, el de los edificios de la prisión!, pero, ¡qué árida y opaca es la vida del espíritu! El Mal ha perdido, en Dickens, su calidad sobrenatural: se ha vuelto una cosa que el poder del dinero, una enmienda de la ley, o también sencillamente la muerte, pueden abolir, pues cuando un personaje muere, el mal muere con él. La novela inglesa nos hace vivir siempre en el tiempo.
"¿Está en peligro la civilización cristiana?" Para cada uno de ustedes, estas palabras abstractas tienen la solidez de las estatuas; andan entre ellas cómo un hombre que camina a lo largo de las capillas abarrotadas de una gran catedral; la Inmaculada Concep­ción les tiende los brazos de piedra, el Sagrado Corazón está ahí, de madera cromada y tallada, los cirios arden con llama tangible. Pero yo tengo la sensación de estar rodeado de sombras: la civili­zación es una cosa que he aprendido en los libros; el cristianismo es lo que pasa en otra parte, fuera del alcance de mi vista, tal vez en otro país, seguramente en otro corazón. Las grandes frases sacu­didas golpean el viento en mi espíritu. No puedo palparlas si no se les da forma humana. Santo Tomás Dídimo (el Mellizo) debiera ser el patro­no de la gente de mi país, pues tenemos que ver las huellas de los clavos y meter la mano en las heridas antes de poder com­prender.
Así, pues, esta pregunta, aun antes de haberla considerado, se convierte en tres preguntas. Primero, ¿qué es una civilización cris­tiana en términos de caracteres humanos, de actos humanos, de comercio humano de la vida diaria? Segundo, esta civilización ¿ha existido alguna vez y existe aún hoy en día en alguna parte del mundo? Solamente si la respuesta a esta segunda pregunta es afirmativa será necesario preguntarnos si la civilización cristiana está en peligro.

Es evidente que sería cómodo adoptar una actitud rígida y claramente definida: presentar la civilización cristiana como una organización corporativa de la vida humana que permita a todas las almas seguir las enseñanzas del Sermón de la Montaña, sin que sus semejantes opusiesen el menor obstáculo. Entonces, sin más vueltas, podríamos considerar nuestra época, remontar el curso de la historia y declarar que semejante civilización nunca existió, pero, al adoptar esta actitud (y los enemigos del cristianismo han usado esta clase de argumento), confundimos la ciudad terrenal con la ciudad celestial. La perfecta Imitación de Cristo es imposible aquí; pero nuestra imperfección misma está santificada, pues ¿acaso Dios no ha imitado al hombre, y la desesperación y el fracaso del hombre no han sido acaso expresados por Dios mismo en la cruz? No nos dejemos pues inducir en error por la presencia de la guerra, la injusticia y la crueldad, o por la ausencia de la caridad, al definir la civilización cristiana. Todo eso puede existir en un estado cristiano. Estas señales no son las del cristianismo, son las del hombre.
Pero si renunciamos a toda idea de perfección (o aun a la bús­queda de la perfección), ¿qué indicios esperamos encontrar que distingan la civilización cristiana de las paganas? En verdad, tal vez no podamos tomar en cuenta nada más que el espíritu indeciso, la conciencia inquieta, la sensación del fracaso personal.
Naturalmente, este sentido de la culpa ya estaba presente en la civilización griega; pesa sobre los dramas griegos como una nube espesa; pero es la especie de culpa impersonal que una literatura cristiana hubiera podido presentar con el tema de la caída del hombre, si hubiera habido Revelación sin Encarnación, si hubié­semos conocido el fracaso personal sin haber recibido el modelo. El exceso en la literatura griega es sinónimo de temor, exceso de riqueza, felicidad, suerte, poder, pero este temor no es más que un temor abstracto; el hombre afortunado cree en una justicia en forma de péndulo: sigue el movimiento de la pesa al mismo tiempo que todos sus semejantes; no tiene conciencia del fracaso individual que lo separa de los otros hombres igualmente afortunados.
Nuestra convicción de que la conciencia cristiana es la única que distingue a satisfacción la civilización cristiana se refuerza por el hecho de que esta marca ha faltado por completo a las potencias paganas que, hasta hace muy poco tiempo, han reinado en el mundo. ¡Cómo se pavoneaban los nazis en la hora del triunfo y cómo hallaron justificaciones en su caída! ¡Cómo siguieron deliberada y explícitamente esa doctrina que consistía en hacer el mal para alcanzar su bien, su propio bien personal! El estado totalitario, al educar a sus conciudadanos, consigue su­primir en ellos todo sentido de culpa, toda indecisión de espíritu. Que el Estado cargue con la responsabilidad del crimen, yo soy inocente. Mi único crimen es mi lealtad. Las voces de loro procla­man con patetismo terrible y resignado: "Mi jefe me lo había ordenado." Ningún soldado hace una cruz de madera para ten­derla a su víctima.
Los años que acabamos de soportar no son tal vez los peores que Europa haya pasado. Muchas veces en la civilización cristiana, las ciudades fueron saqueadas, los prisioneros torturados, pero siempre encontramos en esos tiranos de otros tiempos la sensación de culpa. Déjenme leerles un pasaje de las crónicas anglosajonas que describe la situación imperante en Inglaterra en el siglo xii, durante el reinado de Stephen. Es un relato contemporáneo. Por lo menos iguala en horror todo lo que hemos visto en Europa en el curso de estos últimos años:
Oprimían en grande a los desgraciados, haciéndolos trabajar en la construcción de esos castillos y cuando los castillos estaban ter­minados, los llenaban de demonios y hombres corrompidos. Luego raptaban a la gente de quien sospechaban que poseía algún bien, de noche como de día, apresaban a las mujeres tanto como a los hombres, y, para quitarles el oro y la plata, los ponían presos y los torturaban haciéndoles sufrir dolores indescriptibles; pues jamás hubo mártires tan torturados como ellos. A algunos los col­gaban de los pies y los ahumaban con humo nauseabundo. Otros eran colgados de los pulgares o de la cabeza y encendían una ho­guera bajo sus pies. Les ataban la cabeza con una cuerda que apre­taban hasta que penetraba en el cerebro. Los arrojaban a los ca­labozos llenos de culebras, víboras y sapos, y ahí los dejaban morir poco a poco... Algunos eran encerrados en cofres cortos, estrechos y poco profundos, en donde se ponían piedras puntiagudas, y el hombre era aplastado hasta que se le rompían los huesos...
...Y se pagaba muy caro el trigo, la carne, el queso, la man­teca, pues nada quedaba ya en el país. La gente pobre moría de hambre; hombres que habían sido ricos vivían de limosnas; algunos huyeron del país. Jamás hubo mayor miseria, jamás bárbaros actua­ron de modo peor que éstos...
Si dos o tres hombres entraban a caballo en una ciudad, todos los habitantes huían delante de ellos pensando que eran ladrones, los obispos y sacerdotes les lanzaban anatemas, pero no les impor­taba, pues eran desde hacia tiempo malditos, perjuros y réprobos. La tierra no producía ya trigo; hubiera sido lo mismo arar el océano, pues el suelo se había podrido con tales actos; y se decía abiertamente que Cristo y sus santos dormían. He ahí lo que su­pimos durante diecinueve años, en castigo por nuestros pecados, y no podemos decir todo…

No negaré el nombre de civilización cristiana ni siquiera a esos años sombríos; en efecto, al leer esa crónica tenemos la sensación de una mala conciencia, sentimos la culpa en forma aguda. Aún quedaba gente que hacía oír su voz: la Crónica nos lo dice. Los santos dormían, pero no se los negaba. Las tinieblas reinaban en la isla, pero el Cristianismo siempre se agitaba en las tinieblas. La posibilidad de un arrepentimiento enorme igualaba la posibilidad de enormes crímenes. Tomemos un ejemplo en la Historia de In­glaterra: nuestro gran rey Enrique II, deliberadamente, y porque tenía el corazón destrozado, hizo alianza con el enemigo de Dios. Cuándo vio arder su ciudad natal en Normandía, hizo este gran juramento (tan cristiano, aun en su negación de Cristo): "Oh, Dios, puesto que has juzgado oportuno quitarme esto que amaba más que todo, la ciudad en que nací y crecí, juro que yo también voy a quitarte lo que en mí amas más." ¿Cómo podríamos colocar entre los enemigos de Dios o de la Iglesia a este santo al revés, que nos dio un santo, santo Tomás de Canterbury, y que, después del asesinato de este último, exigió que los monjes lo flagelaran en público? El arrepentimiento nació al mismo tiempo que el cri­men: nacimiento gemelo del pecado y el castigo.
Nuestros enemigos pueden citar en testimonio muchos crímenes cometidos en nombre de Cristo; pero, al fin de cuentas, ¿qué im­portancia tienen estos crímenes? En toda nuestra poesía pueden ustedes percibir una nota común, nota que he llamado espíritu indeciso. Para describirlo permítaseme citar a sir Thomas Browne, escritor del siglo xvii, y perdonen si la mayoría de mis citas están sacadas de la literatura de mi país: "Hay en mí otro hombre que está descontento conmigo." Más o menos trescientos años des­pués de la época que comenta la Crónica anglosajona, encontramos el mismo sentimiento expresado en una vieja balada:

If ever thou gavest meat or drink
Every nighte and alle
The fire shall never make thee shrink;
And Christe receive thye saule.
If meate or drinke thou ne’er gav’st nane;
Every nighte and alle
The fire will burn thee to the bare bane;
And Christe receive thye saule[2]

Si alguna vez diste de comer o de beber,
cada noche y a todos,
el fuego nunca te consumirá;
y que Cristo reciba tu alma.
Si nunca, diste de comer o de beber
ninguna noche y a ninguno,
el fuego te quemará hasta dejarte los huesos,
y que Cristo reciba tu alma.

Otros dos siglos pasan, y esta misma nota se oye en la mayoría de las piezas de Shakespeare. El tío de Hamlet, que ha asesinado a su hermano, trata de rezar, y su oración toma la forma de una confesión de culpa:

Try what repentance can: what can it nol?
Yet what can it when one can not repent?
O limed soul that struggling to be free
Art more engaged.[3]

Prueba lo que puede el arrepentimiento: ¿Qué no puede?
Sin embargo, ¿qué puede cuando uno no puede arrepentirse?
Oh, alma enlodada, que luchando por ser libre
te hundes más.

Cincuenta años más, y John Donne escribe:

Wilt thou forgive that sinn, by which I have wonne,
Others to sinn, and made my sinn theire dore?
Wilt thou forgive that sinn which I did shunne
A yeare or twoe, but wallowed in a score?
When thou hast done, thou hast not done
For I have more[4]

¿Querrás perdonar ese pecado con el cual he conseguido
que otros pequen, e hice que mi pecado fuera suyo?
¿Querrás perdonar ese pecado que evité
por un año o dos, pero al que me entregué durante veinte años?
Cuando me hayas perdonado, no estaré perdonado,
pues tengo otros más.

Y esto sigue hasta el día tan próximo en que Thomas Hardy escribía, en el mismo estilo:

You taught not that which you set about,
Said my own voice talking to me;
"That the greatest of things is Charity."
And the sticks burnt low, and the fire went out,
And my voice ceased talking to me.[5]

"No me enseñaste lo que te proponías",
dijo mi propia voz hablándome:
 "Que la cosa más grande es la Caridad."
Y las leñas se consumieron, y el fuego se apagó,
y mi voz cesó de hablarme.

Tal es el sello de la civilización cristiana. Delante de nuestros enemigos podemos admitir nuestros crímenes, pues a lo largo de la historia también nos es posible mostrar nuestro arrepentimiento.
Si aceptan mi definición de lo que distingue una civilización cris­tiana, podemos entonces contestar fácilmente a mi segunda pregun­ta: "¿Ha existido? ¿Existe aún?" La respuesta es: "Sí." En una extensa parte del mundo, la conciencia del hombre sigue siendo capaz de sentir el fracaso moral. No es solamente una política opor­tunista la que ha liberado a la India, por citar un ejemplo reciente. Hace menos de medio siglo hubiera parecido absurdo sugerir que esa civilización se encontraba en peligro. Ha habido tantas guerras, tantas revoluciones, que unas cuantas más poco importan en la historia. Ningún arma nueva puede matar el ímpetu cristiano; si se pudiera, la pólvora lo hubiera suprimido. La bomba atómica no puede nada contra la conciencia. Pero, en los últimos veinte años, hemos sido testigos de un esfuerzo para matarla por medio de una nueva filosofía, que se propone persuadir a los hombres que Lázaro no tiene importancia. El Rico, vestido de uniforme de fantasía, recibe las aclamaciones del pueblo, en las calles de Berlín o en el balcón de la Plaza Roja. Tal vez mis compatriotas no han estado completamente equivocados al desconfiar de las palabras abstractas que han permitido al Rico convertirse en héroe, al reemplazar a Lázaro por "el pueblo" o "el proletariado" o "la clase obrera". En los países que antes fueron democráticos, y ahora en los que todavía lo son, hemos visto a las abstracciones extender su dominio en el pensamiento de los hombres y dejar el lugar que ocupaban en la filosofía y la teología para invadir la historia, la economía, la política, temas que por su naturaleza debieran tra­tarse en términos concretos. Leamos cualquier artículo de la prensa popular (aunque sea sobre un tema tan práctico como la extrac­ción del hierro o la forma como se presenta la cosecha) y en vano buscaremos una imagen concreta. Se ha administrado a las de­mocracias la abstracción como un estupefaciente. Una frase como "dar al César" ha sido traducida por los periodistas políticos en esta forma: "Nuestras responsabilidades para con el Estado." La expre­sión abstracta ha ayudado a los dictadores a tomar el poder, entur­biando el agua viva del pensamiento. William Blake escribe: "Cual­quiera que desee hacer el bien a su semejante debe hacerlo en las pequeñas circunstancias. El bien general lo invocan el bribón, el hipócrita y el adulón."
No, ya no podemos tratar con indiferencia el peligro que ame­naza a la civilización cristiana. Entre mil novecientos treinta y tres y mil novecientos cuarenta y cinco la civilización estaba, casi com­pletamente destruida en Alemania. Un absceso reventó en ese momento, pero el veneno totalitario puede alcanzar todavía algu­nos países que escaparon a la primera infección. Y en el gran imperio ruso, la idea cristiana parece haber desaparecido por com­pleto. Asusta pensar en el camino recorrido por Rusia en menos de cien años. Recuerden, en Los Hermanos Karamazov, a Aliosha, que se despoja para servir a Dios: "No puedo dar dos rublos en vez de dar todo, y contentarme con ir a misa en vez de seguirlo." Recuerden también al starets Zósima y su caridad que abarca todo: "No odien a los ateos, los que enseñan el pecado, los materialistas; no detesten ni siquiera a los malos. Nómbrenlos así en las oracio­nes: 'Salva, oh Señor, a todos aquellos por quienes nadie reza; salva también a todos los que no quieren rezar'." Piensen luego en el proceso de Moscú, en el procurador Vishinsky y en ese personaje gris, inaccesible, del Kremlin, con la amabilidad a flor de piel, reservada para los banquetes y la mirada torva en el fondo de los ojos.
Y sin embargo, exagerar el peligro sería seguramente pecar con­tra la Fe. Tenemos el deber de creer que el cristianismo no puede morir. Cien años, en suma, es un tiempo muy corto. Tal vez se descubra que Mitia Karamazov es el que reina hoy en Rusia. Recuerdan ustedes sus palabras: "Cuando me arrojo a la zanja, salto de cabeza, con los talones en el aire, y me alegro si caigo en esa actitud degradante y me enorgullezco por ello. Y del fondo mismo de esa degradación, canto un himno de alabanza " Tal vez si estuviésemos bien informados podríamos discernir aquí y allí, en Rusia también, los signos de una conciencia inquieta. Pues no olvidemos que en los peores días de Alemania la conciencia se hacía oír de vez en cuando, no en los jefes del estado, pero sí en los jefes de las iglesias, Faulhaber, Galen, Niemoller y en otros dema­siado oscuros o poco influyentes por lo que escaparon al verdugo. Me acuerdo de uno de mis amigos, Von Bernstorff. Antes de la lle­gada de Hitler al poder era primer secretario de la embajada ale­mana en Londres. Renunció en mil novecientos treinta y tres y fue ejecutado en mil novecientos cuarenta y cuatro en Dachau, porque pertenecía a una organización secreta que había seguido ayudando a los judíos a huir de Alemania aun durante los años de guerra. ¡Qué extraño es el destino que transformó en un mártir de la causa de la caridad a este gordo superficial, que amaba la buena vida y tenía el carácter afable, con su pereza aristocrática y su afición al coñac añejo!
Como he dicho, todos debemos creer que la Fe no puede morir. Puede sufrir reveses; sus enemigos pueden conquistar grandes espa­cios del mundo, pero quedarán siempre zonas de resistencia cris­tiana. En Inglaterra, durante el año siniestro de mil novecientos cuarenta, habíamos tomado la costumbre de decir: "Miren sencilla­mente el mapa del mundo." Significaba que si nuestra isla nos pare­cía minúscula y desesperadamente en peligro cuando considerába­mos a Europa, por el contrario la esperanza renacía al ver nuestros territorios aliados en África, Australia, Canadá. Los cristianos tam­bién deben mirar de vez en cuando el mapa del mundo. Suponien­do que Europa entera se convierta en un estado totalitario, no somos el mundo. Aunque América cayera, aún quedaría África.
No es posible que veamos al mundo entero hundirse en un régi­men totalitario y ateo. Entonces, en verdad, sería bien inútil acudir a nuestros aliados. Pero todavía no sería el fin. En ese caso, nos­otros los espías de Dios, deberíamos levantar en pequeña escala, al diez milésimo, el plano de cada ciudad y cada pueblo. Ahí, en tal calle detrás del café, en el cruce de los caminos en la aldea X... la décimoquinta casa a la derecha tiene una bodega, y en esa bo­dega un niño traza torpemente, por jugar, la forma de una cruz  en la pared de yeso...
Permítanme terminar con una historia que tuve la intención de escribir hace tiempo, una creación fantástica en forma de melo­drama, que se sitúa en un porvenir lejano, digamos dos siglos, cuando el mundo entero estará gobernado por un solo partido, organizado con una eficacia que ignoramos todavía. El telón se levanta y se ve un hotelito sórdido, en Nueva York, o Londres, poco importa. Es de noche, tarde; un viejo cansado, abatido, sin ninguna distinción, cubierto con un impermeable raído y llevando una valija abollada llega a la mesa de entradas y toma un cuarto. Después de dar su nombre, sube la escalera con paso cansado (el hotel es demasiado pobre para, tener ascensor) y desaparece. El pesquisa encargado de vigilar el conglomerado de casas mira el registro y dice al empleado:
— ¿Vio quién es?
— No.
— Es el Papa.
— ¿Qué es… el Papa? —pregunta el empleado…
El catolicismo ha sido sofocado con éxito; sólo el papa sobre­vive elegido treinta años antes por el último cónclave que se ha reunido (secretamente según creen sus miembros, pero en realidad, bajo la vigilancia de una policía más secreta aún) y destinado a reinar en una Iglesia que virtualmente ya dejó de existir. Después del cónclave, los cardenales han corrido la suerte de los otros sacerdotes: una pared blanca y un pelotón de ejecución. Pero el Papa tiene autorización para vivir. Hasta recibe una magra pensión del Estado, pues es útil porque ilustra hasta qué punto ha muerto la Iglesia, y porque queda siempre la posibilidad de que un sobre­viviente, se traicione al tratar de comunicarse con él. Pero ya no hay sobrevivientes. Roma, naturalmente, ha sido bautizada de nue­vo» - hace un siglo.
Describía a ese hombrecito, este pequeño Papa, errando mise­rablemente de un lado a otro, sin funciones, animado con la vaga esperanza de que un día, en algún sitio, podría encontrar un signo que le dijera que la Fe vivía aún y que nunca más, estaría, obse­sionado por el temor, de que muriera con él lo que había enseñado como cosa eterna. No los cansaré con el relato de sus vagabun­deos inútiles y sus desilusiones, conocidos y catalogados en el cuartel general de la policía mundial. Al final, el Jefe se hartaba de este juego. Quería ver el fin en vida y aunque no tenía más que cincuenta años, en tanto que el Papa había pasado hacía tiempo los setenta, los jefes pueden tener accidentes y no quería renun­ciar a ocupar en la historia el lugar del hombre que con su pro­pio dedo en el gatillo del revólver había terminado con el mito cristiano.
Así, pues, al final de esta historia que nunca escribí[6], el Papa era llevado por la policía hasta la cámara secreta del Jefe cuyas paredes son impenetrables a los ruidos como a las balas, y ahí, en el silencio acolchonado, el Jefe, después de ofrecer al Papa un cigarrillo que rechazó y un, vaso de vino que aceptó, le declaró que iba a morir ahí mismo y al momento. El último cristiano, el último hombre en el mundo que aún tenía fe. El Jefe, después je mandar salir a los pesquisas, tomaba un revólver del cajón de su escritorio. Concedía al Papa un instante para rezar (había leído en un libro que ésa era la costumbre), pero no se tomaba el tra­bajo de escuchar la oración. Luego lo mataba de un balazo en el costado izquierdo y se inclinaba sobre el cuerpo para darle el golpe de gracia. En ese momento, entre el segundo en que el dedo aprieta el gatillo y aquel en que revienta el cráneo, un pensamiento cruzaba el espíritu del Jefe: "¿Sería posible que aquello en que este hombre creía fuese la verdad?" Un nuevo cristiano nacía en el dolor.





[1] Texto de una conferencia pronunciada en Bruselas en las Grandes Confe­rencias Católicas, en enero de mil novecientos cuarenta y ocho.
[2] Balada del s.XV.
[3] Shakespeare, Hamlet (acto III, escena III).
[4] John Donne (1573-1631).
[5] Thomas Hardy.
[6] Finalmente, Greene escribió esa historia. Se trata de “La última palabra” escrita en 1988. 


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