GRAHAM
GREENE
Debo
ante todo decirles cuánto aprecio el honor que me hacen al invitarme a hablar
en las "Grandes Conferencias Católicas". Mi único sentimiento es no
poder expresarme en francés, por lo tanto les agradezco mucho que quieran
escucharme en mi propia lengua. Este honor que me hacen se agrega al de haberme
puesto en este estrado junto a Mauriac, a quien considero, desde mi adolescencia,
como el más grande de los novelistas que viven.
El
novelista francés, sin duda porque continúa una tradición no interrumpida de
pensamientos, estado de ánimo y estilo cristianos, parece moverse con
facilidad entre abstracciones que lo rodearon desde la infancia; la liturgia
es para él tan familiar como los cantos de su niñera. En las novelas de
Mauriac, cuando; una puerta se abre, aun antes de dejar las tinieblas para
entrar a la pieza iluminada donde están reunidos los personajes, tenemos conciencia
inmediata de las fuerzas del Bien y del Mal que rondan las paredes, apoyan los
dedos en los vidrios, se preparan a entrar en tropel; ahora bien, esta
sensación está desterrada en general de la novela inglesa. Porque habitamos una
isla nórdica donde el sol brilla esporádicamente, y en la cual estamos aislados
del continente durante varios días seguidos por la niebla o el temporal (isla
adonde el Cristianismo ha venido atravesando el mar como un viajero extranjero),
tal vez tengamos tendencia a manifestar reacciones más materialistas, una
imaginación más concreta, que los habitantes de las tierras llenas de sol que
pueden permitirse el lujo de la sombra. El novelista inglés, siguiendo la
tradición establecida por Fielding, que se continúa hasta nuestros días pasando
por Dickens y Trollope, se ha acostumbrado a pasarse sin la eternidad. En las
obras de Dickens, el Mal aparece como un factor económico y nada más. El
cristianismo es una mujer que lleva sopa a los indigentes. ¡Qué real es el
cuadro de las calles en medio del silencio dominical, el de las callejuelas
oscuras y sórdidas a orillas del río, el de los edificios de la prisión!, pero,
¡qué árida y opaca es la vida del espíritu! El Mal ha perdido, en Dickens, su
calidad sobrenatural: se ha vuelto una cosa que el poder del dinero, una
enmienda de la ley, o también sencillamente la muerte, pueden abolir, pues
cuando un personaje muere, el mal muere con él. La novela inglesa nos hace
vivir siempre en el tiempo.
"¿Está
en peligro la civilización cristiana?" Para cada uno de ustedes, estas
palabras abstractas tienen la solidez de las estatuas; andan entre ellas cómo
un hombre que camina a lo largo de las capillas abarrotadas de una gran
catedral; la Inmaculada Concepción les tiende los brazos de piedra, el Sagrado
Corazón está ahí, de madera cromada y tallada, los cirios arden con llama
tangible. Pero yo tengo la sensación de estar rodeado de sombras: la civilización
es una cosa que he aprendido en los libros; el cristianismo es lo que pasa en
otra parte, fuera del alcance de mi vista, tal vez en otro país, seguramente en
otro corazón. Las grandes frases sacudidas golpean el viento en mi espíritu.
No puedo palparlas si no se les da forma humana. Santo Tomás Dídimo (el
Mellizo) debiera ser el patrono de la gente de mi país, pues tenemos que ver
las huellas de los clavos y meter la mano en las heridas antes de poder comprender.
Así,
pues, esta pregunta, aun antes de haberla considerado, se convierte en tres
preguntas. Primero, ¿qué es una civilización cristiana en términos de
caracteres humanos, de actos humanos, de comercio humano de la vida diaria?
Segundo, esta civilización ¿ha existido alguna vez y existe aún hoy en día en
alguna parte del mundo? Solamente si la respuesta a
esta segunda pregunta es afirmativa será necesario preguntarnos si la
civilización cristiana está en peligro.
Es evidente que sería cómodo
adoptar una actitud rígida y claramente definida: presentar la civilización
cristiana como una organización corporativa de la vida humana que permita a
todas las almas seguir las enseñanzas del Sermón de la Montaña, sin que sus
semejantes opusiesen el menor obstáculo. Entonces, sin más vueltas, podríamos
considerar nuestra época, remontar el curso de la historia y declarar que
semejante civilización nunca existió, pero, al adoptar esta actitud (y los
enemigos del cristianismo han usado esta clase de argumento), confundimos la
ciudad terrenal con la ciudad celestial. La perfecta Imitación de Cristo es
imposible aquí; pero nuestra imperfección misma está santificada, pues ¿acaso
Dios no ha imitado al hombre, y la desesperación y el fracaso del hombre no han
sido acaso expresados por Dios mismo en la cruz? No nos dejemos pues inducir en
error por la presencia de la guerra, la injusticia y la crueldad, o por la
ausencia de la caridad, al definir la civilización cristiana. Todo eso puede
existir en un estado cristiano. Estas señales no son las del cristianismo, son
las del hombre.
Pero si renunciamos a toda idea de
perfección (o aun a la búsqueda de la perfección), ¿qué indicios esperamos
encontrar que distingan la civilización cristiana de las paganas? En verdad,
tal vez no podamos tomar en cuenta nada más que el espíritu indeciso, la
conciencia inquieta, la sensación del fracaso personal.
Naturalmente,
este sentido de la culpa ya estaba presente en la civilización griega; pesa
sobre los dramas griegos como una nube espesa; pero es la especie de culpa
impersonal que una literatura cristiana hubiera podido presentar con el tema de
la caída del hombre, si hubiera habido Revelación sin Encarnación, si hubiésemos
conocido el fracaso personal sin haber recibido el modelo. El exceso en la
literatura griega es sinónimo de temor, exceso de riqueza, felicidad, suerte,
poder, pero este temor no es más que un temor abstracto; el hombre afortunado
cree en una justicia en forma de péndulo: sigue el movimiento de la pesa al
mismo tiempo que todos sus semejantes; no tiene conciencia del fracaso
individual que lo separa de los otros hombres igualmente afortunados.
Nuestra
convicción de que la conciencia
cristiana es la única que distingue a
satisfacción la
civilización cristiana se refuerza por el
hecho de que esta marca ha
faltado por completo a las potencias paganas que, hasta hace muy poco tiempo, han reinado
en el mundo. ¡Cómo se pavoneaban los nazis en la hora del triunfo y cómo hallaron
justificaciones en su caída! ¡Cómo siguieron deliberada y explícitamente esa
doctrina que consistía en hacer el mal para alcanzar su bien, su propio bien
personal! El estado totalitario, al educar a sus conciudadanos, consigue suprimir
en ellos todo sentido de culpa, toda indecisión de espíritu. Que el Estado
cargue con la responsabilidad del crimen, yo soy inocente. Mi único crimen es
mi lealtad. Las voces de loro proclaman con patetismo terrible y resignado:
"Mi jefe me lo había ordenado." Ningún soldado hace una cruz de
madera para tenderla a su víctima.
Los años que acabamos de soportar
no son tal vez los peores que Europa haya pasado. Muchas veces en la
civilización cristiana, las ciudades fueron saqueadas, los prisioneros
torturados, pero siempre encontramos en esos tiranos de otros tiempos la
sensación de culpa. Déjenme leerles un pasaje de las crónicas anglosajonas que
describe la situación imperante en Inglaterra en el siglo xii, durante
el reinado de Stephen. Es un relato contemporáneo. Por lo menos iguala en
horror todo lo que hemos visto en Europa en el curso de estos últimos años:
Oprimían en
grande a los desgraciados, haciéndolos trabajar en
la
construcción de esos castillos y cuando los castillos estaban terminados, los
llenaban de demonios y hombres corrompidos. Luego raptaban a la gente de quien
sospechaban que poseía algún bien, de noche como
de día, apresaban a las mujeres tanto como a los hombres, y,
para quitarles el oro y la plata, los ponían presos y
los
torturaban haciéndoles sufrir dolores indescriptibles; pues
jamás
hubo mártires tan torturados como ellos. A algunos los colgaban de los
pies y los ahumaban con humo nauseabundo. Otros eran colgados
de los pulgares o de la cabeza y encendían una hoguera bajo
sus pies. Les ataban la cabeza con una cuerda que apretaban hasta que
penetraba en el cerebro. Los arrojaban a los calabozos llenos de
culebras, víboras y sapos, y ahí los dejaban
morir poco a poco... Algunos eran encerrados
en cofres cortos, estrechos y poco profundos, en donde se ponían piedras puntiagudas,
y el hombre era aplastado hasta que se le rompían los huesos...
...Y se pagaba muy caro el trigo, la carne, el
queso, la manteca, pues nada quedaba ya en el país. La gente pobre moría de
hambre; hombres que habían sido ricos vivían de limosnas; algunos huyeron del
país. Jamás hubo mayor miseria, jamás bárbaros actuaron de modo peor que éstos...
Si dos o tres hombres entraban a caballo
en una ciudad, todos los habitantes huían delante de ellos pensando que eran
ladrones, los obispos y sacerdotes les lanzaban anatemas, pero no les importaba,
pues eran desde hacia tiempo malditos, perjuros y réprobos. La tierra no
producía ya trigo; hubiera sido lo mismo arar el océano, pues el suelo se había
podrido con tales actos; y se decía abiertamente que Cristo y sus santos
dormían. He ahí lo que supimos durante diecinueve años, en castigo por
nuestros pecados, y no podemos decir todo…
No
negaré el nombre de civilización cristiana ni siquiera a esos años sombríos; en
efecto, al leer esa crónica tenemos la sensación de una mala conciencia,
sentimos la culpa en forma aguda. Aún quedaba gente que hacía oír su voz: la
Crónica nos lo dice. Los santos dormían, pero no se los negaba. Las tinieblas
reinaban en la isla, pero el Cristianismo siempre se agitaba en las tinieblas.
La posibilidad de un arrepentimiento enorme igualaba la posibilidad de enormes
crímenes. Tomemos un ejemplo en la Historia de Inglaterra: nuestro gran rey Enrique
II, deliberadamente, y porque tenía el corazón destrozado, hizo alianza con el
enemigo de Dios. Cuándo vio arder su ciudad natal en Normandía, hizo este gran
juramento (tan cristiano, aun en su negación de Cristo): "Oh, Dios, puesto
que has juzgado oportuno quitarme esto que amaba más que todo, la ciudad en que
nací y crecí, juro que yo también voy a quitarte lo que en mí amas más."
¿Cómo podríamos colocar entre los enemigos de Dios o de la Iglesia a este santo
al revés, que nos dio un santo, santo Tomás de Canterbury, y que, después del
asesinato de este último, exigió que los monjes lo flagelaran en público? El
arrepentimiento nació al mismo tiempo que el crimen: nacimiento gemelo del
pecado y el castigo.
Nuestros
enemigos pueden citar en testimonio muchos crímenes cometidos en nombre de
Cristo; pero, al fin de cuentas, ¿qué importancia tienen estos crímenes? En
toda nuestra poesía pueden ustedes percibir una nota común, nota que he llamado
espíritu indeciso. Para describirlo permítaseme citar a sir Thomas Browne,
escritor del siglo xvii, y
perdonen si la mayoría de mis citas están sacadas de la literatura de mi país:
"Hay en mí otro hombre que está descontento conmigo." Más o menos
trescientos años después de la época que comenta la Crónica anglosajona,
encontramos el mismo sentimiento expresado en una vieja balada:
If ever
thou gavest meat or drink
Every
nighte and alle
The fire
shall never make thee shrink;
And
Christe receive thye saule.
If meate
or drinke thou ne’er gav’st nane;
Every
nighte and alle
The fire
will burn thee to the bare bane;
And
Christe receive thye saule[2]
Si
alguna vez diste de comer o de beber,
cada
noche y a todos,
el
fuego nunca te consumirá;
y que
Cristo reciba tu alma.
Si
nunca, diste de comer o de beber
ninguna
noche y a ninguno,
el
fuego te quemará hasta dejarte los huesos,
y que
Cristo reciba tu alma.
Otros
dos siglos pasan, y esta misma nota se oye en la mayoría de las piezas de
Shakespeare. El tío de Hamlet, que ha asesinado a su hermano, trata de rezar, y
su oración toma la forma de una confesión de culpa:
Try what repentance can: what can it nol?
Yet what can it when one can not repent?
O limed soul that struggling to be free
Art more engaged.[3]
Prueba
lo que puede el arrepentimiento: ¿Qué no puede?
Sin
embargo, ¿qué puede cuando uno no puede arrepentirse?
Oh,
alma enlodada, que luchando por ser libre
te
hundes más.
Cincuenta
años más, y John Donne escribe:
Wilt
thou forgive that sinn, by which I have wonne,
Others
to sinn, and made my sinn theire dore?
Wilt
thou forgive that sinn which I did shunne
A yeare
or twoe, but wallowed in a score?
When
thou hast done, thou hast not done
For I
have more[4]
¿Querrás
perdonar ese pecado con el cual he conseguido
que
otros pequen, e hice que mi pecado fuera suyo?
¿Querrás
perdonar ese pecado que evité
por un
año o dos, pero al que me entregué durante veinte años?
Cuando
me hayas perdonado, no estaré perdonado,
pues
tengo otros más.
Y esto
sigue hasta el día tan próximo en que Thomas Hardy escribía, en el mismo
estilo:
You
taught not that which you set about,
Said my
own voice talking to me;
"That
the greatest of things is Charity."
And the
sticks burnt low, and the fire went out,
And my
voice ceased talking to me.[5]
"No
me enseñaste lo que te proponías",
dijo
mi propia voz hablándome:
"Que la cosa más grande es la
Caridad."
Y las
leñas se consumieron, y el fuego se apagó,
y mi
voz cesó de hablarme.
Tal es
el sello de la civilización cristiana. Delante de nuestros enemigos podemos
admitir nuestros crímenes, pues a lo largo de la historia también nos es
posible mostrar nuestro arrepentimiento.
Si
aceptan mi definición de lo que distingue una civilización cristiana, podemos
entonces contestar fácilmente a mi segunda pregunta: "¿Ha existido?
¿Existe aún?" La respuesta es: "Sí." En una extensa parte del
mundo, la conciencia del hombre sigue siendo capaz de sentir el fracaso moral.
No es solamente una política oportunista la que ha liberado a la India, por
citar un ejemplo reciente. Hace menos de medio siglo hubiera parecido absurdo
sugerir que esa civilización se encontraba en peligro. Ha habido tantas
guerras, tantas revoluciones, que unas cuantas más poco importan en la
historia. Ningún arma nueva puede matar el ímpetu cristiano; si se pudiera, la
pólvora lo hubiera suprimido. La bomba atómica no puede nada contra la
conciencia. Pero, en los últimos veinte años, hemos sido testigos de un
esfuerzo para matarla por medio de una nueva filosofía, que se propone
persuadir a los hombres que Lázaro no tiene importancia. El Rico, vestido de uniforme
de fantasía, recibe las aclamaciones del pueblo, en las calles de Berlín o en
el balcón de la Plaza Roja. Tal vez mis compatriotas no han estado
completamente equivocados al desconfiar de las palabras abstractas que han
permitido al Rico convertirse en héroe, al reemplazar a Lázaro por
"el pueblo" o "el proletariado" o "la clase
obrera". En los países que antes fueron democráticos, y ahora en los que
todavía lo son, hemos visto a las abstracciones extender su dominio en el
pensamiento de los hombres y dejar el lugar que ocupaban en la filosofía y la
teología para invadir la historia, la economía, la política, temas que por su
naturaleza debieran tratarse en términos concretos. Leamos cualquier artículo
de la prensa popular (aunque sea sobre un tema tan práctico como la extracción
del hierro o la forma como se presenta la cosecha) y en vano buscaremos una
imagen concreta. Se ha administrado a las democracias la abstracción como un
estupefaciente. Una frase como "dar al César" ha sido traducida por
los periodistas políticos en esta forma: "Nuestras responsabilidades para
con el Estado." La expresión abstracta ha ayudado a los dictadores a
tomar el poder, enturbiando el agua viva del pensamiento. William Blake
escribe: "Cualquiera que desee hacer el bien a su semejante debe hacerlo
en las pequeñas circunstancias. El bien general lo invocan el bribón, el
hipócrita y el adulón."
No, ya
no podemos tratar con indiferencia el peligro que amenaza a la civilización
cristiana. Entre mil novecientos treinta y tres y mil novecientos cuarenta y
cinco la civilización estaba, casi completamente destruida en Alemania. Un
absceso reventó en ese momento, pero el veneno totalitario puede alcanzar
todavía algunos países que escaparon a la primera infección. Y en el gran
imperio ruso, la idea cristiana parece haber desaparecido por completo. Asusta
pensar en el camino recorrido por Rusia en menos de cien años. Recuerden, en
Los Hermanos Karamazov, a Aliosha, que se despoja para servir a Dios:
"No puedo dar dos rublos en vez de dar todo, y contentarme con ir a
misa en vez de seguirlo." Recuerden también al starets
Zósima y su caridad que abarca todo: "No odien a los ateos, los que
enseñan el pecado, los materialistas; no detesten ni siquiera a los malos.
Nómbrenlos así en las oraciones: 'Salva, oh Señor, a todos aquellos por
quienes nadie reza; salva también a todos los que no quieren rezar'."
Piensen luego en el proceso de Moscú, en el procurador Vishinsky y en ese
personaje gris, inaccesible, del Kremlin, con la amabilidad a flor de piel,
reservada para los banquetes y la mirada torva en el fondo de los ojos.
Y sin
embargo, exagerar el peligro sería seguramente pecar contra la Fe. Tenemos el
deber de creer que el cristianismo no puede morir. Cien años, en suma, es un
tiempo muy corto. Tal vez se descubra que Mitia Karamazov es el que reina hoy
en Rusia. Recuerdan ustedes sus palabras: "Cuando me arrojo a la zanja, salto
de cabeza, con los talones en el aire, y me alegro si caigo en esa actitud
degradante y me enorgullezco por ello. Y del fondo mismo de esa degradación,
canto un himno de alabanza " Tal vez si estuviésemos bien informados
podríamos discernir aquí y allí, en Rusia también, los signos de una conciencia
inquieta. Pues no olvidemos que en los peores días de Alemania la conciencia se
hacía oír de vez en cuando, no en los jefes del estado, pero sí en los jefes de
las iglesias, Faulhaber, Galen, Niemoller y en otros demasiado oscuros o poco
influyentes por lo que escaparon al verdugo. Me acuerdo de uno de mis amigos,
Von Bernstorff. Antes de la llegada de Hitler al poder era primer secretario
de la embajada alemana en Londres. Renunció en mil novecientos treinta y tres
y fue ejecutado en mil novecientos cuarenta y cuatro en Dachau, porque
pertenecía a una organización secreta que había seguido ayudando a los judíos a
huir de Alemania aun durante los años de guerra. ¡Qué extraño es el destino que
transformó en un mártir de la causa de la caridad a este gordo superficial, que
amaba la buena vida y tenía el carácter afable, con su pereza aristocrática y
su afición al coñac añejo!
Como
he dicho, todos debemos creer que la Fe no puede morir. Puede sufrir reveses;
sus enemigos pueden conquistar grandes espacios del mundo, pero quedarán
siempre zonas de resistencia cristiana. En Inglaterra, durante el año
siniestro de mil novecientos cuarenta, habíamos tomado la costumbre de decir:
"Miren sencillamente el mapa del mundo." Significaba que si nuestra
isla nos parecía minúscula y desesperadamente en peligro cuando considerábamos
a Europa, por el contrario la esperanza renacía al ver nuestros territorios aliados
en África, Australia, Canadá. Los cristianos también deben mirar de vez en
cuando el mapa del mundo. Suponiendo que Europa entera se convierta en un
estado totalitario, no somos el mundo. Aunque América cayera, aún quedaría
África.
No es
posible que veamos al mundo entero hundirse en un régimen totalitario y ateo.
Entonces, en verdad, sería bien inútil acudir a nuestros aliados. Pero todavía
no sería el fin. En ese caso, nosotros los espías de Dios, deberíamos levantar
en pequeña escala, al diez milésimo, el plano de cada ciudad y cada pueblo.
Ahí, en tal calle detrás del café, en el cruce de los caminos en la aldea X... la
décimoquinta casa a la derecha tiene una bodega, y en esa bodega un niño traza
torpemente, por jugar, la forma de una cruz en la pared de yeso...
Permítanme
terminar con una historia que tuve la intención de escribir hace tiempo, una
creación fantástica en forma de melodrama, que se sitúa en un porvenir lejano,
digamos dos siglos, cuando el mundo entero estará gobernado por un solo
partido, organizado con una eficacia que ignoramos todavía. El telón se levanta
y se ve un hotelito sórdido, en Nueva York, o Londres, poco importa. Es de
noche, tarde; un viejo cansado, abatido, sin ninguna distinción, cubierto con
un impermeable raído y llevando una valija abollada llega a la mesa de entradas y toma un
cuarto. Después de dar su nombre, sube la escalera con paso cansado (el hotel
es demasiado pobre para, tener ascensor) y desaparece. El pesquisa encargado de
vigilar el conglomerado de casas mira el registro y dice al empleado:
— ¿Vio
quién es?
— No.
— Es
el Papa.
— ¿Qué
es… el Papa? —pregunta el empleado…
El catolicismo ha sido sofocado con éxito; sólo
el papa sobrevive elegido treinta años antes por el último cónclave que se ha
reunido (secretamente según creen sus miembros, pero en realidad, bajo la
vigilancia de una policía más secreta aún) y destinado a reinar en una Iglesia
que virtualmente ya dejó de existir. Después del cónclave, los cardenales han
corrido la suerte de los otros sacerdotes: una pared blanca y un pelotón de
ejecución. Pero el Papa tiene autorización para vivir. Hasta recibe una magra
pensión del Estado, pues es útil porque ilustra hasta qué punto ha muerto la
Iglesia, y porque queda siempre la posibilidad de que un sobreviviente, se
traicione al tratar de comunicarse con él. Pero ya no hay sobrevivientes. Roma,
naturalmente, ha sido bautizada de nuevo» - hace un siglo.
Describía
a ese hombrecito, este pequeño Papa, errando miserablemente de un lado a otro,
sin funciones, animado con la vaga esperanza de que un día, en algún sitio,
podría encontrar un signo que le dijera que la Fe vivía aún y que nunca más,
estaría, obsesionado por el temor, de que muriera con él lo que había enseñado
como cosa eterna. No los cansaré con el relato de sus vagabundeos inútiles y
sus desilusiones, conocidos y catalogados en el cuartel general de la policía
mundial. Al final, el Jefe se hartaba de este juego. Quería ver el fin en vida
y aunque no tenía más que cincuenta años, en tanto que el Papa había pasado hacía
tiempo los setenta, los jefes pueden tener accidentes y no quería renunciar a
ocupar en la historia el lugar del hombre que con su propio dedo en el gatillo
del revólver había terminado con el mito cristiano.
Así,
pues, al final de esta historia que nunca escribí[6],
el Papa era llevado por la policía hasta la cámara secreta del Jefe cuyas
paredes son impenetrables a los ruidos como a las balas, y ahí, en el silencio
acolchonado, el Jefe, después de ofrecer al Papa un cigarrillo que rechazó y
un, vaso de vino que aceptó, le declaró que iba a morir ahí mismo y al momento. El último cristiano, el último
hombre en el mundo que aún tenía fe. El Jefe, después je mandar salir a los pesquisas, tomaba un revólver
del cajón de su escritorio. Concedía al Papa un instante para rezar (había
leído en un libro que ésa era la costumbre), pero no se tomaba el trabajo de
escuchar la oración. Luego lo mataba de un balazo en el costado izquierdo y se
inclinaba sobre el cuerpo para darle el golpe de gracia. En ese momento, entre
el segundo en que el dedo aprieta el gatillo y aquel en que revienta el cráneo,
un pensamiento cruzaba el espíritu del Jefe: "¿Sería posible que aquello
en que este hombre creía fuese la verdad?" Un nuevo cristiano nacía en el dolor.
[1]
Texto de una conferencia pronunciada en Bruselas en las Grandes
Conferencias Católicas, en enero de mil novecientos cuarenta y ocho.
[3]
Shakespeare, Hamlet (acto III, escena III).
[4] John Donne (1573-1631).
[6]
Finalmente, Greene escribió esa
historia. Se trata de “La última palabra” escrita en 1988.
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