Los Reyes Magos
Desde sus torres desveladas, los
Reyes Magos ven la estrella misteriosa.
Y oyen la voz con
que les dice que un sol sin fin vino a salvarlos de las sombras.
Por ella saben que su fuego brilla
escondido en una tierra muy remota.
Y que es preciso
ir a buscarlo por los caminos de la noche tenebrosa.
Porque su día no se alcanza sino
por medio del silencio sin memoria.
Y sólo a obscuras
es posible llegar en paz hasta su luz maravillosa.
Llenos de amor y de alegría, los
Reyes bajan de sus torres silenciosas.
Llaman a todos sus esclavos y les
ordenan que se alisten sin demora.
Ponen en fila sus camellos que son
montañas de riquezas fabulosas.
Y se abandonan a
la estrella, que los conduce con amor hacia la aurora.
Y con sus tres
ríos de tesoros, Melchor, Gaspar y Baltasar van como ciegos.
Ciegos que sólo tienen ojos para
la luz que les indica el derrotero.
Por el gran rey que los reclama
dejan la gloria y el orgullo de sus reinos.
Y por el sol que
los aguarda se van perdiendo entre las sombras del desierto.
Pero ¿qué cetros son más firmes
que los cayados con que buscan el sendero?
¿Dónde hay coronas más seguras que
las que un día ceñirán sus pensamientos?
Por fin el astro se detiene sobre
la gruta en que ha nacido el sol eterno.
Y la palabra de
Isaías entra en sazón y se transforma en fruto cierto.
Pues en el suelo ha comenzado la
inundación de dromedarios y camellos.
Y las naciones
prometidas han empezado a congregarse bajo el cielo.
Los Reyes Magos se aproximan con
emoción hasta la entrada de la gruta.
Y desde allí ven
en silencio la forma exacta del amor y la hermosura.
Cerca de un hombre muy callado,
reza una virgen más perfecta que la luna.
Y un dulce niño
está brillando con una luz mucho más bella que ninguna.
Los peregrinos se adelantan para
gozar desde más cerca su dulzura.
Y en su belleza
reconocen la majestad y el resplandor del bien que buscan.
Pero en seguida se avergüenzan de
que las manos del gran rey pidan ayuda.
Y de que el sol
mire con frío desde las pajas del pesebre en que fulgura.
Puesto que ven que aquellas manos
son las del Ser que por amor hizo las suyas.
Y porque ven que
aquellos ojos son los de Dios, que los contempla con ternura.
Entonces doblan
las rodillas, y ante el Señor abren sus cofres y sus almas.
Y mientras sacan
sus riquezas dejan lugar para el tesoro de la gracia.
Melchor le alcanza el bien del
oro, cuyo ferviente resplandor se da sin tasa.
Y cuya luz es un
reflejo de la del sol que se prodiga y no se acaba.
Gaspar le ofrece el santo
incienso, que se parece por su amor a la plegaria.
Pues, desde el mundo en que se
quema, busca el fulgor del firmamento que lo aguarda.
Y Baltasar le da
la mirra, que tiene el gusto y el aspecto de las lágrimas.
Y que, como
ellas, gana el cielo con el poder de su dolor hecho fragancia.
Los Reyes dejan sus ofrendas,
besan los pies del Niño Dios y se levantan.
Y, cuando salen de la gruta,
lloran de fe, de caridad y de esperanza.
Después reúnen sus camellos
innumerables y sus hombres infinitos.
Y, por distinto derrotero, vuelven
dichosos a sus reinos escondidos.
Sus pasos leves y callados no
dejan rastros en el polvo del camino.
Y su jornada por
la tierra parece un vuelo por el cielo compasivo.
Porque las arcas y los cofres de
la infinita caravana están vacíos.
Pero también porque las almas
vuelven colmadas del tesoro conseguido.
En la inocencia de los ojos brilla
el eterno resplandor del dulce Niño.
Y en la ternura
de los pechos arden las llamas del amor de Jesucristo.
La luz y el fuego soberanos les
abren paso por la noche y por el frío.
Y, por el rumbo de sus reinos, los
van llevando al otro reino prometido.
FRANCISCO
LUIS BERNÁRDEZ
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