miércoles, 4 de enero de 2017

EPIFANÍA 1

Los Reyes Magos

Desde sus torres desveladas, los Reyes Magos ven la estrella misteriosa.
Y oyen la voz con que les dice que un sol sin fin vino a salvarlos de las sombras.
Por ella saben que su fuego brilla escondido en una tierra muy remota.
Y que es preciso ir a buscarlo por los caminos de la noche tenebrosa.

Porque su día no se alcanza sino por medio del silencio sin memoria.
Y sólo a obscuras es posible llegar en paz hasta su luz maravillosa.
Llenos de amor y de alegría, los Reyes bajan de sus torres silenciosas.
Llaman a todos sus esclavos y les ordenan que se alisten sin demora.

Ponen en fila sus camellos que son montañas de riquezas fabulosas.
Y se abandonan a la estrella, que los conduce con amor hacia la aurora.
Y con sus tres ríos de tesoros, Melchor, Gaspar y Baltasar van como ciegos.
Ciegos que sólo tienen ojos para la luz que les indica el derrotero.

Por el gran rey que los reclama dejan la gloria y el orgullo de sus reinos.
Y por el sol que los aguarda se van perdiendo entre las sombras del desierto.
Pero ¿qué cetros son más firmes que los cayados con que buscan el sendero?
¿Dónde hay coronas más seguras que las que un día ceñirán sus pensamientos?

Por fin el astro se detiene sobre la gruta en que ha nacido el sol eterno.
Y la palabra de Isaías entra en sazón y se transforma en fruto cierto.
Pues en el suelo ha comenzado la inundación de dromedarios y camellos.
Y las naciones prometidas han empezado a congregarse bajo el cielo.

Los Reyes Magos se aproximan con emoción hasta la entrada de la gruta.
Y desde allí ven en silencio la forma exacta del amor y la hermosura.
Cerca de un hombre muy callado, reza una virgen más perfecta que la luna.
Y un dulce niño está brillando con una luz mucho más bella que ninguna.

Los peregrinos se adelantan para gozar desde más cerca su dulzura.
Y en su belleza reconocen la majestad y el resplandor del bien que buscan.
Pero en seguida se avergüenzan de que las manos del gran rey pidan ayuda.
Y de que el sol mire con frío desde las pajas del pesebre en que fulgura.

Puesto que ven que aquellas manos son las del Ser que por amor hizo las suyas.
Y porque ven que aquellos ojos son los de Dios, que los contempla con ternura.
Entonces doblan las rodillas, y ante el Señor abren sus cofres y sus almas.
Y mientras sacan sus riquezas dejan lugar para el tesoro de la gracia.

Melchor le alcanza el bien del oro, cuyo ferviente resplandor se da sin tasa.
Y cuya luz es un reflejo de la del sol que se prodiga y no se acaba.
Gaspar le ofrece el santo incienso, que se parece por su amor a la plegaria.
Pues, desde el mundo en que se quema, busca el fulgor del firmamento que lo aguarda.

Y Baltasar le da la mirra, que tiene el gusto y el aspecto de las lágrimas.
Y que, como ellas, gana el cielo con el poder de su dolor hecho fragancia.
Los Reyes dejan sus ofrendas, besan los pies del Niño Dios y se levantan.
Y, cuando salen de la gruta, lloran de fe, de caridad y de esperanza.

Después reúnen sus camellos innumerables y sus hombres infinitos.
Y, por distinto derrotero, vuelven dichosos a sus reinos escondidos.
Sus pasos leves y callados no dejan rastros en el polvo del camino.
Y su jornada por la tierra parece un vuelo por el cielo compasivo.

Porque las arcas y los cofres de la infinita caravana están vacíos.
Pero también porque las almas vuelven colmadas del tesoro conseguido.
En la inocencia de los ojos brilla el eterno resplandor del dulce Niño.
Y en la ternura de los pechos arden las llamas del amor de Jesucristo.

La luz y el fuego soberanos les abren paso por la noche y por el frío.
Y, por el rumbo de sus reinos, los van llevando al otro reino prometido.


FRANCISCO LUIS BERNÁRDEZ

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